Mostrando entradas con la etiqueta Cuba. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cuba. Mostrar todas las entradas

martes, 24 de diciembre de 2013

Mis Nochebuenas de cuando niño

El último de los convites navideños

La Navidad pasó fugazmente por mi niñez. Casi no alcancé a disfrutarla conscientemente, porque cuando somos pequeños ponemos énfasis en el qué, en detrimento del por qué.

Corría 1968 cuando asistí a la última celebración de La Nochebuena 'a todo dar', en el garaje de Teyo, frente a mi casa, en el barrio de La Vigía, en la entonces habanera localidad habanaera de Güira de Melena. Nunca olvidé aquel banquete organizado por Nena Masa, con la colaboración de quien fuera casi mi segunda madre, Ayita, y otros vecinos, incluidos mis padres. Sin saberlo, estábamos asistiendo al último convite navideño. Un año más tarde, la Navidad sería prohibida por decreto gubernamental con el argumento de que era necesario trabajar sin descanso para lograr los 10 millones de toneladas de azúcar al finalizar la contienda de 1970.

"Nochebuena", obra del cubano Luis Joaquín Rodríguez Arias

Desde el día anterior al 24 de diciembre, la casa de Nena era el centro de los preparativos de una cena navideña marcada por la austeridad, pero matizada por la capacidad que comenzaban a tener las amas de casa cubanas para sustituir algunos ingredientes de los platos que especialmente preparaban para la ocasión. Llegado el momento, aquellas dos mesas muy largas como resultado de la unión de varias prestadas por los vecinos, lucían impecables. El banquete tenía el tradicional menú de arroz blanco, potaje de frijoles negros, cerdo asado, yuca con mojo, ensalada de vegetales y pan, al que se agregaban los postres caseros como buñuelos hechos a partir de yuca y boniato, dulce de coco, dulce de naranja o toronja, casquitos de guayaba y queso blanco. De beber, cerveza Hatuey, Cristal y Polar, ron o aguardiente y algún que otro vino importado.

Aquella fiesta navideña, que era muy cubana y muy pagana, no tenía más connotación que la de una tradicional reunión familiar o vecinal. Porque eso tenía el cubano de aquellos años, era muy unido y le gustaba compartir con los amigos cercanos. Los más religiosos, “los católicos, apostólicos, romanos”, como decía Mima, acudían a la Misa del Gallo en la única iglesia del pueblo, pero eran los menos. No recuerdo que por aquellos años en que disfruté de la Navidad, mis vecinos fueran luego a la iglesia. Quizás porque por aquella época las relaciones entre Iglesia y Estado eran cada vez más tensas, debido a que el proceso revolucionario se tornaba ya incompatible con la doctrina de la Iglesia. Y la mayor parte del pueblo defendía la Revolución, así que por fidelidad o por otras razones no le seguían el juego a la jerarquía católica de entonces.

Si te preguntan, di que NO
Con apenas 8 años, comenzamos a vivir las sucesivas Navidades algo así como a “escondidas”. Tanto mi familia como los vecinos celebraban el 24 de diciembre a puertas cerradas, evitando así que fuéramos "acusados" de debilidad ideológica. Éramos advertidos por nuestros padres o familiares: “Si te preguntan si hacemos la comida de Nochebuena, tú diles que NO”. Aquel jolgorio de años anteriores, en que los niños corríamos por todo el patio y finalmente terminábamos sentados frente al arbolito navideño, pasaría a ser parte de la historia.Ya no comeríamos más turrones españoles, ni tendríamos uvas ni manzanas, ni frutos secos en la mesa navideña. Los productos españoles que, en principio, distribuían por la libreta de abastecimiento, dejarían de importarse. El estado comenzaría a borrar todo vestigio de celebraciones religiosas. Quedaban atrás aquellos años iniciales de la Revolución, cuando camiones del Ejército Rebelde recorrían los barrios más pobres para hacer entrega de los paquetes de Navidad, con arroz, carne de cerdo, frijoles negros y golosinas.

Seguí creciendo en el mismo ambiente familiar, en el que convergían lo católico y lo afro, pero con ciertas restricciones, sobre todo a la hora de manifestar públicamente mi inclinación religiosa. La educación y la preparación profesional que recibiría después, terminarían por convertirme en un ser ateo, descreído, aunque con más lagunas que conocimientos en materia de religión. No obstante, seguiríamos luego la costumbre de reunirnos en Nochebuena y hacer una comida íntima, sin pretensiones ni ínfulas religiosas porque, en realidad, creyentes no éramos.

Años después, en la década del 80, ya adulto y viviendo en La Habana, en las noches del 24 de diciembre asistiría, junto con mi esposa e hijos, a la cena que organizaba mi tía María quien, por su condición de católica fiel, sí había celebrado siempre la Navidad “como Dios manda”. Por esa época sin el miedo que nos albergaba en los años de la infancia. Aunque las celebraciones alegóricas a la Navidad seguían siendo mal vistas, ya por entonces la mentalidad de nosotros y la de los que decidían los designios de todo el pueblo comenzaba a tornarse diferente.

El regreso de la Navidad
Veintiséis años más tarde, bien lejos de Cuba, reviviría el ambiente navideño que había dejado atrás en mi niñez. A los seis meses de haber llegado a Holanda, sólo y con mi familia a 10 mil kilómetros de distancia, aceptaría la invitación de unos amigos colombianos para festejar la Navidad de manera normal, sin saber que dos años después, en 1997, pocas semanas antes de la llegada de Su Santidad Juan Pablo II a la isla, los cubanos disfrutaríamos de un feriado navideño, pero sólo por esa ocasión. La sorpresa la daría un año más tarde el Partido Comunista de Cuba, cuando recomendó autorizar la celebración de la Navidad. Ahora para siempre.

Volverían a la palestra aquellas celebraciones de hace siglos. Reviviría en nuestras familias la hermosa costumbre de poner el “nacimiento” junto al árbol de Navidad, con luces y adornos. Muchos rescatarían lo que alguna vez se hiciera tradición, la cena familiar en la Nochebuena cada 24 de Diciembre. Esta vez con lo que tuvieran para poner sobre la mesa, pero cultivando la necesaria reunión de familia y con la evocación de los ausentes. Eso sí, sin las felicitaciones navideñas ni los villancicos por la radio o la televisión, que casi 14 años después de la visita del Papa Juan Pablo II, siguen sin tener cabida en los medios de difusión. 

martes, 3 de diciembre de 2013

Para mí todo era nuevo

Cuando empecé a ensanchar mi mente

En 1967, durante la semana que pasé en La Habana empezó a ensancharse mi mentalidad de niño guajiro. Supe que, más allá de mi terruño lleno de encantos naturales y humanos, había otro modelo vecinal, con calles vistosas, con aceras anchas y frondosos árboles.
El Vedado tenía también su magia, mezcla de grandeza arquitectónica y de belleza natural que convergían en El Malecón habanero. Todo me parecía novedoso, desde el Convento de las Carmelitas Descalzas, hasta los famosos edificios altos como el Focsa o el Hotel Habana Libre, antiguo Hilton.

Corría el año 1967 y en medio del apogeo revolucionario quedaban aún vestigios de un barrio de clase media alta que no quería perder ni categoría ni fama. Y yo estaba allí para contemplarlo, sin saber que 20 años más tarde iría a formar parte de los nuevos pobladores, por cierto, menos afortunados.


Mis tíos aprovecharon mis vacaciones en La Habana para llevarme a pasear con mis primos. Jalisco Park, en 23 y 18, fue una de las primeras visitas obligadas. Aunque en mi pueblo había también un parque de diversiones con ‘los caballitos’ (carrusel), ésta otra instalación tenía muchas más atracciones, algunas para mí desconocidas. Creo que esa tarde le hicimos un hueco tremendo al monedero de tía María. Lo curioso era el entorno donde estaba (y sigue ubicado) ese centro recreativo, a sólo unos metros de una de las entradas del cementerio de Colón. Desde la Estrella (conocida en otros lugares como Noria Gigante), podía divisar las sepulturas, muchas de las cuales eran (y aún son) verdaderas joyas arquitectónicas. Aquella combinación de diversión y placer me parecía muy rara, porque en los pueblos pequeños estábamos acostumbrados a la idea que el campo santo era sagrado, de ahí su ubicación en las afueras del perímetro urbano. En la práctica vi que los habaneros también manifestaban respeto por los difuntos, pero estaban más civilizados, al punto que sabían convivir juntos unos y otros.

La cercanía al malecón nos llevó a dedicar una de esas tardes a la pesca. El Chino, como toda mi familia llama a tío Plácido, tenía una vara de pescar y todo tipo de anzuelos. Pertrechados del equipamiento básico, bajamos por calle 26, desde 19, buscando la calle Línea hasta llegar a Malecón. Nos sentamos en el muro y comenzamos la faena. Mi primo Roberto ya conocía la técnica de pescar, pero yo en eso era un novato. Haciendo gala de una paciencia infinita, mi tío sostenía la vara de pesca y fijaba su mirada en el punto donde el sedal se perdía en el agua a la espera de que algún pez se decidiera a picar el anzuelo. Tuvimos algo de suerte y llevamos a casa un pequeño ‘ensarte’ de pescado. Ese día la comida estaba resuelta.

Una playa con arena


Ese mar azul que contemplábamos desde el Malecón invitaba a darse un baño. El calor de aquel verano era propicio para conocer una de las playas más cercanas, La Concha, en el litoral oeste de La Habana, que visitamos al día siguiente. Yo no salía de un asombro para entrar en otro. Acostumbrado a ver, de vez en cuando, el turbio mar del sur de La Habana (en la Playa El Cajío, conocida por sus fangos medicinales), noté enseguida la diferencia del agua, porque esta era cristalina.

Estaba en presencia de una playa con arena blanca, con una infraestructura heredada de épocas anteriores que combinaba los servicios públicos con los gastronómicos, que por aquellos años comenzaban a decaer. Qué manera de disfrutar del Sol, la arena y aquel mar que parecía un plato.Toda esa zona había sido hasta unos años atrás propiedad de los socios de clubes como el Habana Yatch Club, uno de los más exclusivos de la playa de Marianao. Cerca de la Playa de La Concha, estaba el Coney Island, el mayor parque de Diversiones de Cuba. Al ver aquella variedad de atracciones desde la ventanilla de la guagua, mis primos María Elena y Roberto le pidieron a mis tíos regresar otro día para que yo disfrutara de todos esos encantos. Y así fue, una tarde volvimos a Marianao y montamos frenéticos los carros locos y los otros aparatos propios para nuestra edad. Sentados en uno de los bancos nos resignábamos a contemplar cómo los mayores se lanzaban al vértigo de la montaña rusa, mientras contábamos los años que nos faltaban para estar allá arriba. Finalmente nunca lo hice, porque cuando alcancé la edad requerida, la emblemática montaña rusa estaba destartalada, con el repetitivo cartel de “fuera de servicio”, que solía aparecer en muchos establecimientos públicos.

Un paseo por las tiendas
La posición geográfica de El Vedado nos favorecía para viajar en cualquier dirección. En un abrir y cerrar de ojos, la ruta 57 nos llevaba hasta La Habana Vieja y sus todavía encantos de centros comerciales, que por esos años entraban en decadencia. No obstante, alcancé a ver y disfrutar de las golosinas del Ten Cent de Galiano, y lo que quedaba de los otros comercios más famosos de los años 50 como Flogar y La Época. Hasta disfruté la novedad de los ascensores y las escaleras mecánicas de esas tiendas, que aún funcionaban. No recuerdo que mis tíos hayan comprado algo ese día. Eran tiempos de colas kilométricas y, más bien, aquél era un viaje de placer.

La semana se fue volando. Ya era domingo. Tía María con una vocación católica admirable, había educado a mis primos en los principios cristianos. De hecho, por aquellos días mi prima tomaba las clases de Catecismo para hacer la Comunión. Y mi primo no se quedaba atrás, porque ya comenzaba a imbuirse en los menesteres de monaguillo. Lo comprobé cuando les acompañé a una de las misas que religiosamente asistía mi tía. Yo no tenía la menor idea de cómo comportarme en una Iglesia; es más, ni sabía rezar el Padre Nuestro. Aquel día sentí que estaba fuera de lugar cuando me acerqué a saludar a las monjas de Clausura. Éramos una familia numerosa y mi madre, tan ocupada en las labores del hogar, nunca se preocupó por llevarnos los domingos a misa. Tampoco mostraba ella tanto interés por ese mundo de la religión. Tanto ella como mi padre, creían a su manera, como si tuvieran su propio Dios. Me imagino que también haya influido, en parte, el carácter ateo que comenzaba a tener la educación por aquellos años. La Iglesia y el Estado no congeniaban. E ir a la Iglesia era ‘un pecado’. Continuará...

Cargados de jabas... camino a La Habana

Aquella tarde de domingo, allá por 1967, con apenas seis años, estaba a punto de ver realizado un primer sueño infantil. Dejaba por unos días la rutina del barrio y cambiaba las palmas y el verde de los sembrados por el asfalto y los edificios de La Habana. El Vedado, el sitio más emblemático de la capital, me daría la bienvenida. Junto a mis primos y tíos, viviría durante una semana el ambiente capitalino.

Costó trabajo que Mima y Pipo accedieran. Mis tíos María y Plácido se encargaron de convencerles de que serían las vacaciones que hasta ese momento nunca había disfrutado. La noche antes, me dormí pensando en que aquella iba a ser una semana inolvidable. Me levanté temprano para ir a casa de mis abuelos Luisa y Cheo, que vivían en el mismo barrio, en la calle final, a dos cuadras de mi casa y donde pernoctaban los fines de semana mis tíos habaneros. Muchacho al fin, comentaba a todos que me iría a conocer La Habana, la ciudad que hasta ese momento había visto sólo en revistas y, alguna que otra vez, desde el portal de Eloína, la única vecina del barrio que tenía televisor.

Aunque el viaje sería por la tarde, desde el mediodía ya mi equipaje estaba listo. Mima había cuidado cada detalle. La ropa, como siempre, estaba impecable. Mi madre presumía de tenerlo todo en orden, y mis pantalones y camisas lucían planchados como de tintorería. Mi padre procuró, por su parte, conseguir alguna que otra vianda para ayudar a mis tíos con mi alimentación. Eran años difíciles, de una austeridad increíble, y aunque entender yo no entendía nada, todos hablaban de que el bloqueo estadounidense se acrecentaba cada vez más y que comenzaban a escasear algunos productos de primera necesidad.

El Pegaso iba atestado
Cuando cayó la tarde y el fuerte sol comenzó a ceder, mis tíos y primos pasaron por mí. Me despedí de mi madre y mis hermanos, y Pipo nos llevó en su camión hasta la parada de ómnibus, por aquel entonces en el centro del pueblo, en la esquina de las calles Cuba y Manuel Landa, frente al restaurante Las Delicias. Hicimos la cola de los sentados para la ruta 75, porque el viaje era largo y como éramos tres niños, era peligroso ir de pie. Aunque estaba acostumbrado a viajar frecuentemente en el camión de mi padre, para ir a visitar a nuestra familia en pueblos y barrios aledaños a Güira, aquel trayecto en la 'guagua' fue todo una novedad. Recuerdo que hice el viaje un poco mareado, porque aquel ómnibus Pegaso iba atestado, el calor era agobiante y el camino estaba lleno de curvas.

La ruta 75 nos llevó hasta Santiago de las Vegas, municipio a medio camino de La Habana, que años más tarde conocería como la palma de mi mano, porque allí se fue a vivir mi hermana mayor, Mary, cuando se casó con un santiaguero, Rubén. En Santiago volvimos a hacer otra cola, esta vez para la ruta 76. Por suerte, ésta tenía aún un servicio bastante rápido y eficiente, por lo que en 20 minutos seguimos viaje hacia La Habana. La Fuente Luminosa, frente a la Ciudad Deportiva fue nuestro siguiente destino. Allí tomamos la ruta 27 y en cinco minutos más estábamos 'desembarcando' en la calle 26, entre 17 y 19.
Parecíamos 'jaberos'Llegamos cargados de jabas, como la mayoría de los que viajaban desde Güira. Estaba de moda ir a los municipios de La Habana campo a conseguir alimentos. Los llamados 'jaberos' se dedicaban al trueque de ropa o alimentos en conserva por viandas y vegetales. Era común que jabones, desodorantes y prendas de vestir compradas en la ciudad, fueran intercambiados por plátanos, frijoles y verduras. No era nuestro caso, porque afortunadamente, conseguíamos algunos productos agrícolas cosechados por nuestros familiares que eran dueños de fincas.

La llegada a La Habana fue casi al anochecer. Recuerdo que nos quitamos el 'churre' de encima, comimos y caímos rendidos en la cama. Terminaba así un día largo, pero novedoso y me esperaba otro lleno de aventuras. Continuará...

Soy de donde crece la palma

El guajiro cumple 53 años

Guajiro se le llama al campesino cubano, unas veces en tono despectivo; otras no. Pero, en sentido general, es un término que también se adjudica con cariño y del cual muchos se sienten orgullosos, entre ellos yo.

"Soy guajiro y carretero/ Y en el campo vivo bien/ Porque el campo es el Edén/ Más lindo del mundo entero... Yo trabajo sin reposo/ Para poderme casar/ Y si lo llego a lograr/ Seré un guajiro dichoso".

Siempre escucho con suma nostalgia esta famosa guajira de Guillermo Portabales, 'El carretero', porque en ella se sintetizan las cualidades de ese hombre pegado a la tierra y a quien siempre admiré.


Aunque no provengo de una familia campesina, sí nací hace 53 años rodeado de fincas con la tierra más roja que "ojos humanos han visto". Crecí viendo la riqueza del campo cubano, al sur de la antigua provincia de La Habana (hoy provincia de Artemisa), en el municipio Güira de Melena, cuya población, allá por la década de los sesenta, era de unos 25 mil habitantes.

Muy cercanos a mí vivían varios tíos y tías por parte de padre, quienes sí poseían un pedazo de tierra que cultivaban con tremendas ganas, y le sacaban cosechas muy abundantes, de las cuales se beneficiaba nuestra familia.

En ese ambiente del campo, con palmas reales por doquier, comencé a experimentar la necesidad de comunicarme más allá de mi nativo barrio 'La Vigía', por esa época con calles de más tierra roja que piedra. Así que no desaproveché ninguna oportunidad para 'engancharme' a todo aquel integrante de la familia que fuese de paseo al centro del pueblo. Mis andanzas iban desde recorridos por casas de familiares hasta periódicas visitas al cementerio municipal para llevar flores a los difuntos, en aquellos años una tía paterna, un tío político y posteriormente mi abuelo por parte de padre.

El legado de una tía
Aquellas caminatas casi siempre las hacía con mi tía Urbisia, por aquel entonces ya viuda, quien vivía a no más de 100 metros de mi casa. Fue ella la primera en contarme historias familiares, en enseñarme lo que hay más allá de las vocales, del abecedario y de los números del 1 al 10. Con ella aprendí que la vida tiene rincones insospechables, todos los que uno quiera hurgar. Me enseñó además que el destino se lo forja uno mismo y que nada es imposible. Su legado llenaría mis sueños y anhelos unos años más tarde, cuando nos dejara para siempre.

A la edad de 6 años, disfrutaba enormemente de aquellos paseos, los cuales también realizaba con el pretexto de acompañar, en alguna que otra aventura, a mis primas Emilita o Conchita, o para ser el chaperón de Olga, la segunda de mis hermanas cuando noviaba con mi cuñado Juanito. Con el paso de los años, a estos recorridos se sumaría mi hermana María Isabel quien, como yo, le tenía un cariño especial a tía Urbisia. Tali, como le llamaba de pequeña a la cuarta de mis hermanas, estaba ligada a mis andanzas familiares y, al igual que yo, era muy observadora de la realidad circundante, convencida de que no había límite en el horizonte.

Pero mi inquietud por conocer qué había más allá del perímetro de mi barrio y de mi pueblo, aumentaba cada fin de semana cuando veía llegar de La Habana a mis primos María Elena y Roberto junto con mis tíos María y Plácido. Un domingo de 1967 fue tanta mi insistencia, que mis tíos habaneros 'cargaron' conmigo. Ya era hora de conocer La Habana ciudad. Continuará...

viernes, 15 de marzo de 2013

El adiós a un amigo de mi infancia

No puedo y no quiero ser uno de aquellos que permanecen inmóviles ante los golpes de la vida. Se ha ido uno de mis mejores amigos de la infancia: Carlitos. La noticia me llegó esta mañana desde Cuba, pero tarde, porque su fallecimiento ocurrió hace unas dos semanas. Me dice mi hermana que no se enteró de su muerte hasta ayer. Y que lo lamenta, porque hubiese querido darle el último adiós en mi nombre.
La celebración de uno de los cumpleaños de Carlitos. De izquierda a derecha: Mi hermana María Isabel, yo, Carlitos, Miguelito, María del Carmen y Gregorito.
Carlitos era afable, sencillo, juguetón y comilón. La obesidad que siempre lo acompañó fue la causante de las enfermedades que acabaron con su vida a los 50 años. Le sobreviven su esposa y sus dos hijas, de las que se sentía orgulloso y a las que amaba con todas sus fuerzas.
Hoy he ido a encontrar consuelo en la canción de Alberto Cortez ¡Cuando un amigo se va’, que dedicara a su padre, a quien veía como su mejor amigo:

Cuando un amigo se va
una estrella se ha perdido
la que ilumina el lugar
donde hay un niño dormido.

Allá por la década de los sesenta, su familia y la mía eran como una sola, en el barrio La Vigía, en Güira de Melena. Su mamá Adelaida (Ayita para los amigos), me adoraba. Era un ser extraordinario, con la capacidad de amar y recibir amor, y de mimarnos. Ella decía que yo era su hijo postizo. Y es que casi me adoptó. Cuentan que me vio llegar al mundo, y que antes de nacer Carlitos, ella me llevaba a su casa para que mi mamá atendiera a mis otros hermanos mayores e hiciera las tareas hogareñas.

Y de veras que Ayita era única, por su sencillez y su humildad, pero sobre todo por sus dotes de persona solidaria. A los 11 años dejamos el barrio, pero mantuvimos el contacto con todos ellos. Siempre que iba a Cuba de vacaciones pasaba a saludarla y conversar con Carlitos. Cuando su madre se nos fue hace unos diez años sentí pena de estar lejos y no darle un último adiós. Su muerte fue un duro golpe para él. Desde entonces la tristeza lo invadió hasta sus últimos días cuando varias dolencias acabaron con su vida.

Cuando un amigo se va
se queda un árbol caído
que ya no vuelve a brotar
porque el viento lo ha vencido.
 
¡En paz descanse!

martes, 1 de enero de 2013

Fin de Año a lo cubano


El cubano tiene, desde 1959, una manera muy especial de esperar el Año Nuevo. Coincidentemente, se le dice adiós al Año Viejo y se espera al ‘recién nacido’ con otra motivación adosada a los festejos, el aniversario del triunfo de la Revolución. 

Desde que tengo uso de razón, una cosa siempre ha estado ligada a la otra. Desde niño recuerdo ese día como una fiesta con ‘sabor’ a conquistas, mas que de alegría por el comienzo de un nuevo año. La historia quiso que el dictador Fulgencio Batista huyera aquella medianoche del 1 de enero de 1959 y, que en esa fecha, Fidel anunciara el triunfo de la lucha que venía encabezando desde hacía algún tiempo. Yo nací casi dos años después, a inicios de diciembre de 1960. Así que crecí junto con esa Revolución y sus sonados aniversarios.

Desde entonces la fiesta se divide en dos partes. Los que se quedan en casa para celebrar, que son la mayoría de los cubanos, suelen comer sobre las 8:00 de la noche. El menú es muy parecido al de la Nochebuena, sólo que en vez de arroz blanco, acompañado de frijoles negros, se hace el conocido “congrí”, llamado también ‘arroz moro’ o ‘moros y cristianos’. La carne de cerdo sigue siendo el plato principal, unas veces asada, y otras frita o hecha bistec, y se acompaña con yuca con mojo. Después, como a las 10:00 p.m. el ron y la cerveza empiezan a surtir el efecto deseado por los más tímidos. Todos terminan bailando casino, a ritmo de contagiosos sones y guarachas.

Cuando dan las 12
En mi pueblo, Güira de Melena, la costumbre era y sigue siendo ‘quemar’ el Año Viejo. Próximo al 31 de diciembre es común ver en los portales de las casas un ‘muñecón’ que los niños confeccionan con ropa ya en desuso y que rellenan con paja, aserrín o hierba seca. Como elementos folclóricos, casi siempre el susodicho ‘Año Viejo’ lleva un tabaco en la boca y luce un viejo sombrero de yarey.

A las 12 en punto, en la mayor parte de los hogares cubanos suena el Himno Nacional, ya sea a través de la radio o la televisión, que se encadenaban y siguen encadenándose para la ocasión con el acostumbrado comunicado del gobierno. En realidad, en cada casa ese momento se vive hoy día de una manera diferente. No hay por que encasillarse. La quema del ‘muñecón’ es, en el caso de los guireños, el momento cumbre de la fiesta. Se le dice adiós al año viejo y con un brindis se le da la bienvenida al año que comienza.

¿Navidad o fin de año?
Con el paso de los años, la mayor parte de los cubanos asumiría la fiesta de Año Nuevo en sustitución de la Navidad, que dejaría de celebrarse en 1969 no por razones antirreligiosas, sino por los ya conocidos argumentos de que la zafra azucarera necesitaba del esfuerzo de todo el pueblo, aunque muchos siguen pensando que fue una inciativa del gobierno cubano para responder las provocaciones de la Iglesia. Esa fecha intrínseca en la cultura cubana del 24 de diciembre sería sustituida, en parte, de forma pública con los festejos por el advenimiento de los sucesivos aniversarios de la Revolución.

La primera etapa de mi niñez no dejaría registrado ningún recuerdo de esas celebraciones. Mas a partir de los seis años, comenzaría a involucrarme en la fiesta revolucionaria al nivel de cuadra. Luego, con el paso del tiempo, y la llegada de la adolescencia y después de la juventud, serían otros mis intereses y la manera de celebrar el 1 de enero, ya más como Año Nuevo que como triunfo revolucionario, pues este argumento, por entonces sonaba algo repetitivo.

No se puede hacer leña del árbol caído porque a veces renace. Así pasó con la Navidad, que ‘regresó’ hace algunos años. Ahora las dos fechas comparten, oficialmente, el mismo espacio social, aunque todavía compiten por el rango de importancia pública. Pero para la mayoría de los cubanos, la situación económica de estos últimos años ha traído el dilema de celebrar en grande la Nochebuena o el Año Nuevo. Como dice mi cuñado Culey: “Uno se tapa hasta donde le llega la colcha”. Continuará...

sábado, 1 de octubre de 2011

Donde la memoria sigue intacta

Volver al pasado allí donde tu memoria sigue intacta es reencontrarse con lo que un día fue y ya no es. Este pequeño paseo por El Vedado junto a mi esposa Taty es eso.
Espero que lo disfruten.

miércoles, 5 de enero de 2011

Mi vocación era otra

Muy pronto en este Blog
Corría el curso escolar 1975-1976. Con apenas 15 años di un paso extraordinario en mi vida. Abandoné la carrera de Magisterio y me puse a hacer lo que me gustaba: periodismo juvenil. La experiencia en la radio base de la escuela Pedagógica ‘Presidente Allende’, más la voluntad de salir adelante, me ayudaron a terminar la enseñanza preuniversitaria en un curso para trabajadores. Al mismo tiempo hacía labores voluntarias en Radio Ariguanabo, con mis primeras contribuciones en materia de periodismo y como conductor de programas para jóvenes.

viernes, 25 de junio de 2010

Preservar nuestra identidad

Gracias Hernán

La distancia nos acerca a lo que amamos, a lo que llevamos dentro y que no podemos ni queremos olvidar. Al menos es lo que experimenta la mayoría de las personas que dejan su terruño. Emigrar es llevarse en la mochila un ropaje de vivencias, es desencadenar la nostalgia y la añoranza, porque sabemos que no podemos sustituir aquello que un día dejamos atrás, independientemente del motivo de la salida. Pero esos recuerdos quedan, a veces, olvidados. No me lo perdonaría. Por eso este modesto blog y mis reflexiones sobre mi niñez y juventud.
Hoy quiero reproducir en 'Guajiro' una reflexión de un entrañable amigo, Hernán, mi vecino de Güira de Melena, esa tierra habanera por donde llegué a este mundo hace 47 años y que dejé, primero cuando hace 23 años me fui a vivir a La Habana, y después cuando, hace 12 años, vine a vivir y trabajar en estas frías tierras de Holanda. A Güira no la puedo apartar de mis pensamientos porque cada día la siento más cerca de mis raíces.

Me emocioné al leer su correo. Sus conceptos sobre identidad, la necesidad de preservar la memoria de nuestro pueblo y de nuestra isla, y su reflexión sobre la importancia de "no permitir que la memoria se corrompa en los vaivenes del presente y los olvidos del pasado", me alentaron a publicarlo. Gracias Hernán.

Amigo:
No imaginas lo que me gustó tu página sobre Güira; habíamos hablado de ella, pero no la había visto. Y te felicito por dedicar parte de tu tiempo y esfuerzos a preservar la memoria de este pequeño pueblo, que también es una manera de recordarnos nuestra esencia, y de resguardar alguna parte de nuestra identidad como nación.

Preservar la memoria en una isla es imprescindible. En un continente tal vez sea más sencillo. Si de ahí saliera algún día, siempre tiene la posibilidad de regresar por cualesquiera de los caminos que conectan una nación con otra. Además, la historia de los continentes es la de la permanencia; la "Tierra firme" siempre ha tenido en sus entrañas en don de la solidez, y las culturas que nacieron en ella no han podido ser quebradas. Las islas no. Las Islas llevan desde su misma esencia geológica el signo del cambio, de lo imperecedero, de la inmediatez. Aún cuando las islas preserven la autoctonía de floras y faunas, y desarrollen un sentido de pertenencia peculiar, la memoria siempre está en peligro de perderse.

Vivir rodeados de mar desencadena en los seres humanos que la habitan sentimientos muy diversos. El mar está asociado a lo invencible, a un poder indómito que sobrecoge cuando se le comtenmpla en sus momentos de mayor agresividad. Entonces el mar nos llena a ratos de un ahogo inexplicable, el de estar varados en un sitio del que no podemos despegarnos. Tal vez por eso la historia de las revoluciones en las islas ha sido de las más sangrientas, porque no quedaba otra opción que morir: la de escapar estaba franqueada por la impenetrabilidad del mar. Pero a su vez el mar crea una relación de dependencia.

No hay habitante de una Isla que pueda desentenderse del mar; este se le mete en la esencia misma y lo persigue dondequiera que vaya: no le permite renunciar a él, y dicen los que viajan que se le llega a extrañar como a los hijos que se dejaron del otro lado. Por eso también la insularidad presupone una vocación de viajes: el mar representa en la imaginería del isleño lo inexplorado, las preguntas por lo que habrá cuando ese mar desemboque en otras orillas. Y cuando las personas se van de una Isla, parte de la memoria se va con ellas, y el mar a veces logra llenar un vacío tan grande, que resulta en ocasiones imposible que esa memoria regrese. Entonces es imprescindible preservarla, más la de esta Isla que nos privilegió con su suelo. Creo que una zona de la historia de la evolución de nuestra identidad ha sido precisamente la de sus gentes tratando de crear una memoria que nos permitiera después saber quiénes éramos y que hacer con nuestro presente. Lamentablemente no ha sido fácil, y tanto, que hoy la fragilidad de nuestra identidad es tal, que todos los días temo que en cualquier momento pueda ser barriada y mestizada hasta diluirse en otras.

La colonia hizo cuanto pudo para evitar que los cubanos tuviéramos identidad; forjarla costó vidas y fue una lucha cruel por arrancarla, pedazo a pedazo, de las fuerzas dominantes sobre nosotros. Luego la república hizo su tanto. No en un enfrentamiento visible, sino, del peor y más eficaz de todos: la sutileza de dejarse ganar por los modelos extranjeros. Después de la república... Bueno, es historia que se está haciendo, pero memoria que no ha sido permitida tampoco.

Por eso me asusta tanto que los jóvenes partan. Ellos se van con una identidad trucada, manipulada las más de las veces, que lejos de arraigar desorienta, y ofrece la porción de parias que reclama la infranqueabilidad del mar. Y temo porque un día no encuentren el camino de regreso, no hacia la Isla, sino, hacia ellos mismos. Por eso me duele tanto que la identidad esté hoy a disposición de los vientos que soplan del mar, y la lleven a destinos diferentes cada vez. Lamentablemente no se globaliza la solidaridad, el amor o la paz; pero si las culturas más poderosas, con los medios necesarios para exportarlas. Entonces la identidad de las Islas, cercadas por el mar, finitas en sus latitudes, corre un peligro tremendo.

Cada día trato de penetrar más la cultura de esta mi Isla. Todo cuanto hago es por entender mi identidad y por transmitirla, por no permitir que la memoria se corrompa en los vaivenes del presente y los olvidos del pasado. Y duele tanto que decir a esta tierra amordazado por la indeferencia. Por eso me satisface tanto que desde un sitio tan ajeno a esta Isla tú andes también preservando nuestra memoria. Quizás llegue un día en que el mar deje de ser esa porción infranqueable de nosotros mismos y podamos domarlo hasta que nos devuelva la posibilidad de los encuentros más certeros con nuestra memoria.

martes, 9 de febrero de 2010

La permuta

Fue como arrancarnos de nuestras raíces

En Cuba las viviendas siguen siendo "propiedad privada" pero no se pueden comprar ni vender. Tras el triunfo revolucionario, la llamada Ley de Reforma Urbana posibilitó que muchos cubanos fueran propietarios de sus casas o que pagaran una módica suma mensual al Estado, como les ocurrió a mis padres a principios de la década de los 60.

Vivíamos en una casa con paredes de tabloncillo y techo de guano (hojas de palmeras). Un día de 1972, dejamos para siempre ese hogar que me vio nacer y en el cual nos criaron a los seis hermanos. Como resultado de una permuta, única manera de cambiar de casa, pasamos a vivir a otra con techo de tejas. Mi hermana María Isabel y yo fuimos los que más sufrimos este cambio de barrio.

Mis padres habían decidido dar un nuevo aire a sus vidas y querían empezar por mudarse de barrio. Aquel día de la mudanza lo tengo registrado en la memoria con lujo de detalle. Al menos para María Isabel y para mí, aquella permuta fue como arrancarnos de nuestras raíces. Con 9 años ella y 11 yo, estábamos asistiendo a un cambio brusco de nuestras vidas.

Dejábamos el reparto ‘La Vigía’, con casas de madera, mayormente construidas en forma de bohío con techo de guano, aunque por aquellos años ya sus calles habían sido asfaltadas. El nuevo barrio era más moderno, con casi la totalidad de sus viviendas de mampostería y con techo de placa; excepto algunas, entre ellas la nuestra, que era de madera, pero con techo de tejas. Esa era la diferencia fundamental.

Tanto María Isabel como yo echaríamos de menos a nuestros amigos de toda la vida: Fidelito, Carlitos, Miguelito, Tonito y María del Carmen. Ellos, junto a nuestros primos más cercanos Barbarita, Alberto y Andresito, habían sido nuestros compañeros inseparables. Nuestros juegos de entonces estaban basados en el respeto mutuo. Toda aquella pirámide de relaciones de la infancia se hacía añicos. Pensábamos que era algo irreparable. Afortunadamente, no pasaron muchos días cuando empezamos a hacer buenas migas con los niños del nuevo barrio.


Reparos por el cambio de casa
Mi hermana menor, Gisela, con 4 años, no se enteraba de aquel jaleo. Mis otros hermanos mayores que yo, Olga y Pepe, no tenían reparo con el cambio de casa. Mas sí mi hermana mayor, Mary, que por entonces ya estaba casada y vivía aparte de nosotros. De regreso de un viaje a Canasí, donde vivía parte de la familia de su esposo, Mary fue a visitarnos y quedó tristemente sorprendida. Si bien el barrio era mejor que el otro, la casa dejaba mucho que desear. Según ella, esta otra vivienda estaba casi en peores condiciones que la anterior, que era más amplia y ventilada. Para empezar, esta de la avenida 95 era accesoria, es decir, eran dos viviendas adosadas, con ventanas a un solo lado. Eso sí, en el patio _aunque más pequeño que el anterior_ afortunadamente mi padre podía guardar su camión.

En realidad, mis padres querían mejorar la casa, renovarla lo antes posible y, con el paso de los años, poco a poco lo lograron. En parte, gracias a un dinero que nos ‘cayó’ del cielo. A Pipo, como a todos sus hermanos, le gustaba jugar ‘la bolita’, una especie de lotería ilegal que siguió activa a pesar de que una de las primeras medidas del Gobierno Revolucionario había sido la prohibición de los juegos de azar. Lo cierto es que mi papá le había puesto un peso al 25 combinado con el 38 y como resultado de ese parlé, llegaron aquellos 1800,00 pesos cubanos.
El juego es parte de la idiosincrasia del cubano y, hoy día,
los cubanos siguen jugando a pesar de los riesgos.
Esa lotería se ha convertido en el pasatiempo nacional.
De manera clandestina se escucha la rifa desde
Colombia, Venezuela o desde el mismo Miami.
Hay personas que fungen como bancos y pagan
a los premiados mediante las cadenas de
listeros que se encargan de recoger las apuestas.
Y fuimos propietarios

Tenía yo unos 15 años cuando la casa quedó totalmente renovada. Por casualidades de la vida, cayó en mis manos un artículo de una revista en el que se reconocía que otras de las primeras medidas del Gobierno Revolucionario había sido exonerar de pago a aquellos inquilinos de viviendas con techo de guano. Entonces, con todo el derecho que me daba la ley, me personé en la oficina municipal de la Reforma Urbana y reclamé lo que nos pertenecía: la propiedad de la vivienda. Por desconocimiento de mis padres y por error de los funcionarios, durante 12 años habíamos estado pagando el alquiler de una casa considerada bohío.

Mi petición fue llevada a la dirección provincial de la Reforma Urbana y las autoridades se vieron en la obligación de otorgarnos el título de propiedad de la nueva casa. Fue mi primera victoria. Contaba mi padre que el entonces director de la oficina municipal de Güira de Melena le había dicho: “Tú hijo tiene tremendas espuelas; es un gallito de pelea, ha sido muy valiente , y su actitud una enseñanza para nosotros”.

martes, 15 de enero de 2008

† Descansen en paz

Homenaje a mis tíos Ricardo y Caridad

Hoy quisiera estar, como también lo deseé hace nueve días, en mi terruño, para dar el último adiós a otro ser querido, ejemplo de voluntad y de tesón. Digo esto porque en lo que va de año, la muerte me ha jugado dos malas pasadas. Primero el fallecimiento de tío Ricardo el sábado 5 de enero, y ahora el deceso de tía Caridad este lunes 14 de enero.

Pero la distancia así lo dispone. Cuando uno se va de su país, aunque sea temporalmente, como es mi caso, siempre corre el riesgo de no estar cuando la familia atraviesa por momentos tan difíciles. Así me ha pasado en los últimos años cuando perdí a Mima, a Pipo, a tío Eusebio y, hace unos meses, a tía Agueda. A ninguno pude dar el último adiós.

A tío Ricardo lo sentía muy cercano, lo adoraba, porque era además mi padrino. Y con tía Caridad tenía yo una relación muy especial, entrañable. Sin que nadie se ponga bravo, pero me contaban entre sus sobrinos preferidos. Eso lo hace el roce, el cariño, la simpatía y hasta la complicidad. Y ya luego explicaré por qué.

Tío Ricardo nació el 9 de junio de 1922. Fue el séptimo de los 12 hermanos. Como los demás, creció en el seno de un humilde hogar, con el cariño de sus padres José y María Luisa, a quienes adoraba infinitamente. Con la experiencia de ese ambiente familiar, sentó las bases para construir el suyo y formar una familia. Al contraer matrimonio con Sofía Cartaya, Ricardo inició el camino a la felicidad, que luego coronó con el nacimiento de sus hijos Ramón y Emilita. Con el paso de los años, la llegada de los nietos trajo a su hogar una alegría y una ternura inolvidables. Se desvivía por ellos, se sentía como el abuelo protector y guía. Cada hazaña de sus nietos lo convertía en un hombre feliz, orgulloso.

Su ejemplo de buen trabajador, honesto y servicial lo reafirmaba como un auténtico Roque Rodríguez. Era, por demás, muy sentimental. Más de una vez lo sorprendí con un raro brillo en sus ojos, porque su sensibilidad era especialmente notoria. La última vez que lo vi fue en noviembre del 2007, ya muy enfermo, pero con la mente clara. Sin saberlo, con aquel beso que le di en la mejilla me estaba despidiendo. Él lo presentía. Unas lágrimas brotaron de sus ojos.

No muy lejos de él, a apenas 25 metros, frente a su casa en La Vigía, sentada en un sillón del portal, estaba su hermana Caridad, dos años y medio menor que él, ahora también enferma. Nacida el 25 de diciembre de 1924, fue la octava de la familia en llegar al mundo. Vino, como el niño Jesús, para traer la alegría de la natividad al hogar de mis abuelos paternos.

Tía Caridad tuvo, como los demás hermanos, una infancia dura, con restricciones pero llena de amor, porque esto último sí abundaba bajo aquel techo de guano que la vio crecer. Tuvo la gran suerte de enamorarse de un excelente hombre, Andrés Franchi-Alfaro, con quien fue siempre feliz. Juntos sacaron adelante, por buen camino, a sus seis hijos: Osvaldo, Emilio, Pablito, Conchita, Alberto y Andresito. Les enseñaron con humildad el valor de la vida, de la amistad, la solidaridad y el respeto por los demás. Los prepararon para el futuro, porque querían que ellos lograran lo que ellos soñaron cuando jóvenes.

A tía la he tenido siempre como una mujer luchadora, hacedora, emprendedora pero, sobre todo, optimista. No había una sola meta que no alcanzara, siempre con mucho esfuerzo, pero con resultados inimaginables. Construyó bloque a bloque su casa, junto a Andrés y sus hijos. Costó esfuerzo y no fue fácil, pero levantó a su gusto el hogar que quería. Y lo disfrutó mucho. Y no es para menos, porque una mujer así no se amilana ante las dificultades económicas, se crece, con la capacidad luego de sentirse orgullosa de su obra.

Yo, que no salía de su casa, porque sus hijos más pequeños eran contemporáneos conmigo, aprendí de tía Caridad esos valores humanos, esa dignidad que hace grande al hombre. Cuando decía al principio lo de la complicidad, es porque juntos sacamos adelante muchas ideas, con ella me atreví a vivir la época de los sueños y utopías, porque compartió conmigo la sabiduría y me dio fuerzas para llegar a convertirme en lo que hoy soy, un profesional al servicio de las buenas causas, al servicio de la palabra hablada, esa que siempre me transmitió.

En noviembre, cuando la ví por última vez, a pesar de su delicado estado de salud, aún mostraba en su rostro la alegría de vivir, su picaresca mirada. La besé con la duda de si volvería a verla, pero nunca presintiendo una despedida.

Con ella y con tío Ricardo, como ocurrió en 1996, cuando perdí a mi madre y en 1999 a mi padre, se va un pedazo de mi vida. Pero me queda la satisfacción de haberles tenido como tíos muy cercanos, entrañables y cariñosos, como también lo han sido los otros.

Hace tan sólo unos días, al perder a una colega, otra gran amiga me recordaba la certeza de François Mauriac al señalar que “la muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo.

miércoles, 2 de mayo de 2007

La llegada de mi primera sobrina

En 1971, cuando yo tenía 10 años, nació mi primera sobrina, Viviam. Eran tiempos en que las jóvenes preferían el matrimonio antes que llevar una relación vigilada estrictamente por los padres. Mi hermana Olga no fue la excepción.

Olga, con 15 años, junto a Mima y Pipo
Juanito, el bodeguero de la esquina, le había tirado el ojo a la tercera de mis hermanas, que desde los 13 años ya mostraba un cuerpo de mujer.

De pronto, me llamó la atención que aquél joven empleado de comercio comenzara a visitar mi casa con regularidad. No tardé mucho para darme cuenta que el mencionado bodeguero ya empezaba a ser uno más en la familia.




Noviazgo a la vieja usanza


Mi hermana Olga y su novio Juanito se sentaban a 'noviar' en la sala, y frente a ellos, mi madre, que vigilaba todo movimiento en falso de la pareja. Mis padres no habían evolucionado mucho en relación con los noviazgos, y me temo que aplicaron la misma receta de mis abuelos, a la usanza de los años 50. ¿Resultado? Olga contrajo matrimonio a los 14 años. Y su foto de 15 fue con su hija Viviam en los brazos. Adiós estudios, adiós futuro... ¡Qué tiempos aquellos!



La llegada de mi sobrina revolucionó nuestra casa de la calle 78, entre 103 y 105, en el reparto ‘La Vigía’, en Güira de Melena. Sus padres habían contraído matrimonio, pero se quedaron viviendo con todos nosotros, de ahí que mis hermanos y yo viviéramos cada detalle de lo que es ser tío en vivo y en directo y a tan escasa edad. Mi hermana Gisela, por ejemplo, por aquel entonces tenía tan sólo 4 años.


 
‘El que se casa, casa quiere’, pero en Cuba ese viejo refrán ha sido siempre sólo una aspiración, porque el mercado de la vivienda se estancó desde los años iniciales de la Revolución. Desde que tengo uso de razón, en este sector la oferta ha superado siempre a la demanda.

Convivencia a la cubana
Así que, la imposibilidad de conseguir una vivienda, obligó a Olga y a Juanito a residir durante varios años con mis padres y mis hermanos José Alberto (Pepe), María Isabel y Gisela, y yo. Una de las habitaciones fue destinada a la nueva pareja, y a su primera hija. Aunque llegaron a tener cocina separada, las dos casas fruto de una división, estaban interconectadas. La pequeña pasaba la mayor parte del tiempo en la parte principal de la casa, con sus abuelos y tíos.

Mis padres estaban cluecos con Viviam, que era su primera nieta. Recuerdo que aquella convivencia fue tan estrecha que al cabo de varios años, cuando Olga y Juanito se independizaron y se fueron a vivir a otra casa, mi sobrina primogénita se negó a mudarse y se quedó bajo la tutela de mis padres.
Al punto que, hoy día, ella se siente más la hermana menor de todos nosotros que sobrina.


Familia numerosa

Olga y Juanito tuvieron después a Osvaldo, Olga Lidia y Ana Iris. Con los años esa familia ha ido creciendo. A Olga le encantaban las canastillas y sus hijas han seguido sus pasos en materia de reproducción. Viviam tiene tres hijas (Dudleys, Claudia y Adelis); Olga Lidia también ha sido muy productiva, con tres hijos (Yanelis, Juan Junior y Ana Isabel); Ana Iris tiene dos hijos (Yahima y Randy), y Osvaldo es padre de una niña (Leydis) y de otro en camino.

Cada vez que visito Cuba me veo siempre en problemas, porque son tantos los sobrinos, que no sé como complacerlos a todos. Cuando se reúnen en la casa que fuera de mis padres, sólo con el familión de mi hermana Olga, se puede hacer una gran fiesta. La foto familiar de hace unos diez años no deja duda, aunque cuatro de ellos viven ahora en Miami.

lunes, 19 de marzo de 2007

San José

19 de marzo, día del patrón de mi pueblo

El Día de San José, lo que cuatro o cinco décadas atrás era motivo de fiesta en mi pueblo natal, Güira de Melena, se ha celebrado, como es costumbre desde entonces, con una reducida misa.

Recuerdos borrosos de mi niñez me trasladan a aquellos años a mediadios de la década de los '60, cuando tenían lugar las famosas verbenas de San José. Lamentablemente esos festejos tradicionales, enmarcados en una tradición religiosa, fueron desplazados por la "Fiesta de la papa" que, desde entonces, tiene lugar a inicios de marzo para celebrar la cosecha papera.

De seguro que dos fiestas seguidas es demasiado gasto para el gobierno local. Bien que podrían ir pensando en fusionar ambos motivos y recuperar una tradición de antaño, a pesar de su marcado tinte religioso, ajeno a la idelogía actual.

Modelo de padre y esposo, patrón de la Iglesia universal y de la Güira de Melena, de los trabajadores, de infinidad de comunidades religiosas y de la buena muerte, San José es venerado por cientos de fieles güireños y de poblaciones cercanas.

A San José, Dios le encomendó la inmensa responsabilidad y privilegio de ser esposo de la Virgen María y custodio de la Sagrada Familia. Es por eso el santo que más cerca esta de Jesús y de la Stma. Virgen María. Nuestro Señor fue llamado "hijo de José" (Juan 1:45; 6:42; Lucas 4:22) el carpintero (Mateo 12:55).

Tal como ocurre desde hace 3 años, la ceremonia religiosa no ha podido celebrarse en la Iglesia del parque, sino en una sala improvisada en los jardínes de la residencia del cura local.

En septiembre de 2004, durante el paso del huracán Iván, la Casa de Dios sufrió considerables daños. La Iglesia perdió su techo de madera y tejas, por lo que fue cerrada al público. Posteriormente se inició su reparación capital, que aún está en proceso.

Un poco de historia
Güira de Melena se fundó en 1779, año en que el marqués Cárdenas de Monte Hermoso, dueño de la hacienda de este nombre, repartió parte de sus tierras entre algunos labradores, quienes levantaron sus viviendas y construyeron una iglesia de tabla y guano. En 1806 la iglesia fue reedificada de mampostería y teja. En 1840, con el aporte de los vecinos se construyó el cementerio con su capilla anexa.

Durante la Guerra de Independencia, en 1896 el pueblo fue atacado por las fuerzas libertadoras de Máximo Gómez y Antonio Maceo, que vencieron a las españolas. Al ocuparlo, los mambises quemaron la iglesia y el ayuntamiento y con ello los archivos de ambos. En aquel entonces su población era de aproximadamente 500 habitantes. Actualmente Güira de Melena tiene 37. 890 habitantes y su extensión territorial es de 177 kilómetros cuadrados . Es un municipio inminentemente agrícola, de tierras rojas muy fértiles.

sábado, 17 de marzo de 2007

jueves, 8 de febrero de 2007

† Cuando una tía se va

Adiós tía Águeda
La muerte, con su impecable misterio, deja huellas imborrables. Esta semana ha tocado de nuevo a mi puerta, para llevarse a una de las tías más queridas: Águeda. Murió repentinamente, de un ataque al corazón, tal como le ocurrió a mi abuelo paterno, hace ahora 38 años y, más recientemente, a mi papá, en junio de 1999.

Tenía siete años cuando murió mi abuelo Cheo. Fue el 25 de febrero de 1968, un día tan frío en Güira de Melena que hasta la hierba de los campos amaneció con escarcha. Según cuentan algunos testigos, durante la madrugada de su velatorio, se repitió ese intenso frío del día anterior y el termómetro registró 0 grado. Mis tíos tuvieron que cerrar las puertas y refugiarse en el interior de la funeraria.

Los nietos más pequeños, entre ellos yo, estuvimos bien cuidados por mi madre, quien esa noche regresó de la funeraria con una honda tristeza, porque ella y mi abuelo se tenían un cariño especial. La pobre, no dejaba de pensar en mi padre y en lo que iba a significar aquella pérdida para él, sus hermanos y su madre.

La cultura de la muerte
Familia numerosa al fin -12 hijos-, los Roque-Rodríguez, al tiempo que veían crecer su familia, comenzaban a enfrentar los sucesivos fallecimientos de hermanos y hermanas. La cultura de la muerte invadía sus vidas. Todos se mostraban seguidores de los patrones del luto a la usanza de entonces. Mis padres, por ejemplo, eran fieles guardianes de esos dictámenes heredados de generación a generación.

Mi madre, además de vestir ropa de luto o medio luto, prohibió que en casa se escuchara música. Guardo el recuerdo sonoro de aquellos años, monótono, por cierto, porque la radio estuvo sintonizada durante mucho tiempo en Radio Reloj, la única emisora cubana que difunde las noticias y la hora cada minuto, durante las 24 horas del día. (Esa radio no trasmite música ni grabaciones; el único sonido que se escucha al sintonizarla es el tic tac de las frecuencias de un reloj y las voces de los locutores).

Años más tarde, en 1974, tras el fallecimiento de mi abuela paterna, María Luisa, mi madre nos privó de ver la TV a mis hermanos y a mí. Pobre de nosotros, porque sufrimos su arraigo a unas normas demasiado estrictas para la época. Con el paso del tiempo, mi primo Roberto, hijo de mi tía María (la más pequeña de las hermanas de mi papá y la única que se fue a vivir a ciudad de La Habana), me confesó que ella sí les permitió ver la televisión. Eso sí, con el audio bajito. Nosotros, quizás porque estábamos en un pueblo de campo, con una mentalidad más atrasada, terminamos viendo el popular programa de ‘Aventuras’ en la sala de algún vecino.

El luto se lleva dentro
Con el paso de los años y la muerte de otros miembros de la familia, comencé a valorar más la vida. Aprendí que el luto se lleva dentro y que lo mejor es demostrar el amor y el cariño todos los días y no cuando la muerte nos arrebata a un ser querido. En parte, esa filosofía me la inculcó mi tía María, con un pensamiento mucho más abierto.

Las veces que fui al cementerio acompañando el cortejo fúnebre de varios familiares... y las otras que llevé flores a los difuntos de mi familia. Pero en los últimos 11 años, mi ‘exilio profesional’ (vivo y trabajo en Holanda) me ha impedido estar allí para darle el último adiós a mi madre (64 años), en 1996; a mi padre (70) en 1999; a mi tío Eusebio (85) en el 2003, y ahora a tía Águeda, fallecida el 2 de febrero, a la edad de 73 años. Ese es el precio que pago al estar lejos de la tierra que me vio nacer y al distanciarme justificadamente de una familia tan unida.

Este fin de semana mi esposa y yo hemos recordado a tía Águeda. Le dedicamos unas flores y le encendimos una velita. Su ternura, su alegría, su amor por la familia y su lucha por los suyos seguirán alimentando nuestros sentimientos.

lunes, 5 de febrero de 2007

La escuela al campo

Mi primera experiencia laboral
Fue ésta una práctica muy común en la enseñanza secundaria o especializada. Todos los años, durante 45 días, los estudiantes cambiamos los libros, los cuadernos y los lápices por la guataca. Había que aprender a trabajar la tierra. Productivos no éramos del todo. Lo importante era enseñarnos a trabajar y a 'pasar trabajo'.

Con sólo 12 años tuve mi primera experiencia laboral. Fue unos meses después de iniciado el curso escolar 1973-1974, cuando vi interrumpidos mis estudios para marchar hacia la escuela al campo. Recién había comenzado el primer año de la carrera en la Escuela para la Formación de Maestros Primarios, en el municipio Batabanó, al sur de La Habana, a unos 30 kilómetros de mi pueblo natal, Güira de Melena.
Haga clic para ampliar la foto
Con esa corta edad me preguntaba por qué dejábamos los libros para, en su lugar, coger la guataca, esa especie de azada que se utiliza en los campos de Cuba para quitar las malas hierbas y despejar las guardarrayas de los campos de caña. Pero, más aún , me cuestionaba que nos mandaran durante mes y medio a los campos cercanos al puerto pesquero ‘La Coloma’, en la provincia de Pinar del Río, a 250 kilómetros, cuando nuestra escuela estaba rodeada de lotes de tierra que también necesitaban de mano de obra.

Eran tiempos de decisiones inverosímiles, cargados de connotaciones ideológicas más que de argumentos que sopesaran la fija idea de formarnos como soldados más que como maestros. No sé, quizás entre los ideólogos del Ministerio de Educación había una corriente que se empeñaba en hacernos hombres modelo al estilo militar. Espero que no hayan querido apartarnos de nuestros padres, para independizarnos de cualquier atadura familiar que no se correspondiera con los patrones ideológicos establecidos. De lo que sí estoy seguro es de que no todos nuestros “viejos” veían con buenos ojos ese interés de tenernos tan distantes de casa.

Es cierto que, como afirmaba José Martí, “el trabajo es el aire y el sol de la libertad (...) el hombre crece con el trabajo que sale de sus manos (...) ventajas físicas, mentales y morales vienen del trabajo manual (...) trabajemos para la dignidad y el bienestar de todos los hombres”. En parte, combinar el estudio con el trabajo nos hacía bien, pero ¿a qué precio?...

La visita de los padres
Esta suerte de “destierro estudiantil” que al final terminábamos disfrutando (porque a esa edad las aventuras se agradecen), nos alejaba de nuestras casas, pero no de nuestros padres, quienes hacían un enorme esfuerzo para trasladarse, cada domingo, hasta ese remoto rincón. Mi padre tenía un camión con el que se dedicaba a cargar pasajeros (estudiantes y trabajadores), y cada semana lo ponía a disposición de los familiares de mis compañeros de aula. Sólo cobraba un módico precio para pagar la gasolina y los consabidos desgastes del viejo Ford 46.

Además de que iban cargados de ricas comidas caseras, las cuales terminábamos almorzando debajo de un árbol, los padres nos llevaban provisiones para toda la semana: desde galletas de sal y fanguito (dulce de leche condensada) hasta chicharritas (plátano macho frito), así como otras golosinas que resolvían como resultado de trueques o su compra en el mercado negro.
Era lindo ese encuentro semanal, porque quiera o no, necesitábamos del cariño de nuestros padres, aunque después las despedidas de aquellas tardes de domingo nos dejaran con el corazón roto. ¡Las veces que vi llorar a coro, y hasta una lágrima eché!

Pero más lástima daba los compañeros que se quedaban esperando por los suyos, pero no por eso dejaban de comer algo caliente. Además de que en la cocina del campamento preparaban alimentos para esos estudiantes que no habían recibido visita, al final todos terminábamos compartiendo nuestras reservas. A veces, algunos padres de colegas que vivían en lugares apartados, no conseguían en qué ir hasta La Coloma. El transporte público era deficiente, y en aquel momento se achacaba a la falta de piezas de repuesto como consecuencia del bloqueo de Estados Unidos. Argumento que sigue utilizándose hoy, 33 años después de aquella ‘escuela al campo’.

¿Éramos productivos?

Aunque había nacido en un municipio con muchos campesinos, y donde los guajiros con fincas abundaban, yo provenía de una familia obrera. El trabajo en el campo era algo nuevo para mí. Con aquella escasa edad, la dureza de las labores dejaba huellas. Las ampollas ardían en mis manos, estropeadas por la guataca que apenas sabía manejar. De productividad mejor no hablemos... No creo que nuestro rendimiento alcanzara para pagar los gastos que generábamos. Algún día saldrán a la luz esos datos que con tanto recelo guardan los archivos de la época. ¿Estarán aún clasificados esos documentos?

Y claro, con aquella inmadurez, propia de la edad, quién no hacía sus trastadas. Aunque la disciplina era férrea, todos hacíamos maldades a nuestros compañeros, sobre todo, durante aquellas noches en que se producían los acostumbrados apagones de la época. Recuerdos tengo muchos; algunos son como para no contarlos y otros como para volver a echarme a reír. Continuará...

sábado, 27 de enero de 2007

Cuando aprendí a leer y escribir

Vamos a estudiar
Mis recuerdos de la escuela primaria. Un recorrido por los años en que llevaba una pañoleta atada a mi cuello como señal de que era "pionero". Una manera de rememorar aquellos tiempos en que asistir a clases y aprender la lección se combinaba con el amor a la Patria y la fidelidad a la Revolución que me vio nacer, sin importar intereses personales o vocacionales.

Si bien mis padres cuando niños nunca estudiaron, porque por aquellos lares donde nacieron ni escuela había, de mayores sí aprendieron a leer y escribir durante la Campaña de Alfabetización, que lideró la Revolución durante sus primeros años. Aquel avance educacional tardío les serviría más adelante para animar a sus hijos con la idea fija de que la escuela nos guiaba hacia el futuro.

Con ese precepto que desde bien pequeño escuché decir a mis hermanos mayores, en septiembre de 1967 fui por primera vez a clases, aunque sin saber aún que en ese momento estaba comenzando a hacer realidad el sueño de mis padres. La escuela estaba en la misma calle, a unos 400 metros de casa, los últimos 200 de los cuales formaban parte de un tramo deshabitado, con palmeras a ambos lados y con una cuneta donde crecía la hierba mala y la gente echaba los desperdicios y la basura.

Seremos como el Che
La escuela era de reciente construcción: un edificio central de dos pisos, con amplias aulas de ventanales tipo Miami, y con un comedor enfrente rodeado de un patio grande, donde solían realizarse los matutinos, a las 8 de la mañana. En aquellos actos diariamente teníamos que cantar el Himno Nacional, saludar la bandera y responder, años más tarde, a la consigna de: ¡Pioneros por el Comunismo!, con la frase (a coro) de : “Seremos como el Che”.

Había que ser como el Che. Pero con tan escasa edad no teníamos ni idea de quien era Ernesto Guevara. Nos repetían la consigna hasta el cansancio, pero no recuerdo que nos hayan contado en alguna ocasión cómo era verdaderamente ese hombre. Lo soñábamos como un Dios, sin alcanzar a ver su dimensión como ser humano, compañero o padre. Lamentable, porque ése y otros tantos clichés propagandísticos acabarían propiciando el efecto contrario, es decir, el desinterés y el aburrimiento por lo repetitivo.

Eso sí, eran tiempos en que habían muy buenos maestros. De primero a cuarto grado recuerdo con cariño a Marina, Delia, Nereida, América y a Amparo como grandes docentes y, más tarde, en quinto a Jorgelina, y en sexto, a Osvaldo y a Daniel, como los profesores que nos enseñaron las asignaturas del saber más profundo como Física y Química, por poner algún ejemplo.

Rumbo equivocado
Ya en sexto grado, mi vida dio un giro inesperado cuando, sin conocimiento de causa, con sólo 11 años, acepté a ser captado para formarme como maestro primario emergente. Literalmente, me lavaron el cerebro y pudo más el embullo, el impulso y el compromiso de estudiante vanguardia que mis sueños vocacionales, porque desde pequeño había manifestado mi interés por el periodismo. Si no, pregúntenselo a mi tío Placido, él bien que lo sabe.

Meses después, con el inicio del curso escolar 1973-1974, empezaría mi carrera con tintes pedagógicos, en la Escuela de Formación de Maestros Primarios, ubicada en el municipio Batabanó, al sur de la provincia de La Habana, sin saber que aquella elección estaba muy lejos de mi verdadera vocación, que años más tarde descubriría en la radio base de la escuela ‘Presidente Allende’, en el municipio capitalino de Boyeros.

El primer año de la carrera fue duro. Con apenas 11 años tuve que becarme lejos de casa, a unos 30 kilómetros. Durante los primeros meses extrañaba muchísimo a mis padres y hermanos. La escuela estaba en un lugar bastante intrincado, al estilo de las unidades militares, con albergues distantes uno de otros, y en los que cada noche los mosquitos hacían su agosto.

El pase de fin de semana
El pase para ir el fin de semana a casa era la meta anhelada, así que había que hilar fino, mantenerse como un soldado, porque a veces cualquier indisciplina podía ser motivo para quedarte sin ver a la familia y sin comer la comida casera, esa que sólo las madres saben hacer.

Eran tiempos difíciles desde el punto de vista de abastecimientos, y lo que daban por la libreta de racionamiento apenas alcanzaba, así que los padres se las ingeniaban para guardar lo mejorcito para el menú de sábado y domingo. Me parece estar viendo a mi madre prepararme mis comidas favoritas, y lavando y planchando mis uniformes que, por cierto, en el primer año la camisa era de color crema y el pantalón de color café , y más tarde verde claro la camisa y verde oscuro el pantalón.

Al cabo de año y medio, mi vida de estudiante dio un giro esperado. Como lo habían prometido, nos trasladaron a una nueva escuela, la ‘Presidente Allende’, cuya inauguración fue en diciembre de 1974, meses después del golpe de estado en Chile y la muerte de Salvador Allende. La formación de maestros primarios era prioridad de la Revolución y ese centro docente tenía capacidad para 4500 estudiantes.

¿Llegué a graduarme de maestro primario? De eso hablaré más adelante. Antes, hay otras cosas que contar por el camino.

lunes, 22 de enero de 2007

Regresan los Reyes Magos

Día de Reyes en Cuba
Un repaso a los sueños infantiles ligados a los Tres Reyes Magos. Una reflexión sobre las ilusiones que traían los juguetes cada 6 de enero. ¿Por qué un día se dijo: "No más Reyes Magos"? ¿Cómo fueron para mí aquellos años en que Melchor, Gaspar y Baltasar nos dieron la espalda y dejaron de traernos puntualmente el regalo de Reyes? Una vivencia que sólo uno sabe su trasfondo, cuando los años pasan.

Recién regresé a Holanda de un viaje de vacaciones (familiares) a Cuba. Fue una estancia de 18 días, que incluyó Navidad, Fin de Año y Día de Reyes, tradición ésta última que pensé había quedado en el olvido de mi gente, cuando a finales de la década de los setenta, esa fiesta infantil muy popular en los países de habla hispana, se suprimió en la isla y, en su lugar, desde entonces se instituyó el 15 de julio como 'Día de los Niños'.

La estancia en Cuba me hizo recordar aquellos primeros años de mi niñez, en los que mis hermanos y yo esperábamos impacientes la llegada de los Reyes Magos y los juguetes soñados, que con tanto entusiasmo encontrábamos debajo de la cama cada 6 de enero al despertar.

Cuando se rompió la magia
Qué decir de la tristeza de los años posteriores cuando, de pronto, se rompió la magia y desaparecieron los Reyes Magos. Los pequeños pasamos a ser testigos de unas juntas barriales en las que de un bombo salían los nombres de cada jefe de núcleo (cabeza de familia de cada hogar), y en ese orden se establecían los 5 días para la venta de juguetes normados por la libreta de productos industriales: Uno básico, uno no básico y otro dirigido.

Aquella medida obedecía, en principio, a la compleja situación económica del país, a raíz del bloqueo económico impuesto por Estados Unidos, que no dejaba otra opción. El Ministerio de Comercio Interior estaba obligado a adquirir en China los juguetes y no todos podían ser de primera calidad, con lo que aumentaba considerablemente la desigualdad en la distribución. Me explico:
Estar encabezando la lista para comprar el primer día era como ganarse la lotería que, por cierto, ya por aquellos años había sido prohibida, más bien borrada de la ‘faz de la tierra’ cubana. Los juegos de azar eran cosa del pasado capitalista. Los que encabezaban la lista del sorteo, se llevaban la bicicleta, un bonito carro de bombero o el avión grande. En fin, muchas veces fui uno de los últimos y me tuve que conformar con un rompecabezas, unas canicas (juego de bolas) o unos palitos chinos.

¿Regreso de una ilusión?
Más de 30 años después, cuando casi no quedan rastros de Melchor, Gaspar y Baltasar, las tiendas cubanas que venden en ‘chavitos’ (CUC, moneda libremente convertible), estaban invadidas por padres e hijos para hacerse de un juguete. La prensa cubana reconocía el fenómeno. El rotativo Juventud Rebelde, señalaba por esos días “un progresivo aumento de la venta de juguetes en el primer fin de semana del año, mostrando el resurgimiento de la tradición de los Reyes Magos”.
Para Jesús García, investigador del Instituto de Filosofía de La Habana, las compras de regalos por el Día de Reyes muestran cambios en la cotidianidad del cubano. Según alertaba al periódico, "lo nocivo de la celebración de esta fecha sería convertir el cariño en mercancía y promover de una u otra forma las compras, en busca de maximizar ganancias en la actividad comercial".

El “rescate” de la costumbre se debe a que "Cuba no está aislada del mundo y por tanto también estamos signados por los efectos de la globalización y el consumismo”, manifestaba al diario Sonia Enjamio, del Departamento de Historia de la Universidad de La Habana. La académica cubana cree que la festividad no desapareció por completo. El conflicto a inicios de la Revolución entre el nuevo gobierno y la jerarquía católica , no sólo desembocó en una práctica discriminatoria contra los creyentes, sino que motivó la desaparición tanto de la festividad de los Reyes Magos, como de la Navidad y otras celebraciones religiosas. Según Enjamio, cumpliendo moralmente con esas medidas revolucionarias, “hubo familias, que fueron radicales y no continuaron celebrando esas festividades, pero hubo otro sector de la sociedad que continuó arraigado a la tradición".

Mas, como se sabe, todo cambió con el sorpresivo giro en la política oficial que, tras la vista del Papa Juan Pablo II, en 1998, reconoció explícitamente la libertad religiosa y restableció como feriado el 25 de diciembre, día de la Navidad.

Unos sí y otros no
Ese nuevo incentivo de las fiestas navideñas despertó las tradiciones dormidas, entre ellas el Día de Reyes. Así que el debate tomó fuerza. Citado por el mismo periódico de la juventud cubana, Dagoberto Rodríguez, profesor auxiliar del Departamento de Historia de la Universidad de La Habana, se mostró preocupado por el regreso de los Reyes Magos, porque la celebración refleja la desigualdad social en la isla. "Hay una diferencia elemental en el modo de vida de los que reciben remesas y los que no, así como el fenómeno de los nuevos ricos. Eso se plasma en las grandes diferencias entre los regalos", sostiene Rodríguez. Lo cual corroboré el 6 de enero pasado en La Habana.

Si bien sentí alegría al ver renacer parte de la magia de ese día, me puse en el "pellejo" de aquellos niños a los cuales sus padres no pudieron comprarle un juguete, porque sus salarios son en peso cubano y no tienen quien les envíe una pequeña remesa en moneda libremente convertible. Recordé entonces aquella descabellada manera de repartir los juguetes mediante un bombo cuando yo era niño. Si bien no era justa, al menos garantizaba que todos los niños tuviéramos tres juguetes normados.