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jueves, 17 de abril de 2008

Los 52 de mi hermana Olga

Un cariño muy especial me une a ella

Mi hermana Olga celebró el 12 de febrero su 52 cumpleaños con dos grandes records: 4 hijos (Viviam, Osvaldo, Olga Lidia y Ana Iris) y 11 nietos, y otro en camino. Sin lugar a dudas una familia numerosa para los tiempos que corren. Después de todo, ha de ser interesante verse rodeada siempre de niños desde que cumplió sus 15 años con la primera de sus hijas en los brazos. Aunque no sé qué pensar, porque a veces, según confiesa, anhela un descanso de tanto trajín.

Cuando nací, Olga tenía casi cuatro años y 9 meses, lo que se traduce en una gran pausa en la carrera de maternidad de mi madre, quien tuvo a mis tres primeros hermanos escalonadamente: Mary, en abril de 1954; José Alberto, en marzo de 1955, y a ella, en marzo de 1956.

No sé si Olga Eulalia, que es su nombre completo, experimentó mi llegada al mundo con recelo o si disfrutó la novedad de tener un muñequito de carne y hueso con quien jugar. Me inclino más por lo segundo, aunque mi memoria no me deja viajar tan lejos. Sí me permite, en cambio, recordar que siempre estuve muy ligado a ella, porque era muy cariñosa.

Olga, a sus 16 años, junto a Mima y Pipo

Lamento que la memoria fotográfica de aquella época sea escasa y que mis padres no nos llevaran a tomarnos una foto en el estudio fotográfico de Rubén y Mercedita, ubicado en la calle Cuba, en la arteria principal del municipio Güira de Melena, donde nacimos. Es una lástima que no tengamos ninguna foto juntos de cuando éramos pequeños.

A Olga, la tercera de mis hermanos le tocó, en parte, ayudar a Mima en el cuidado de sus otros tres hermanos en este orden: Yo, Juan Carlos, que nací en diciembre de 1960; María Isabel, que llegó al seno de la familia en marzo de 1963, y Gisela, que fue bienvenida en septiembre de 1967.

El que nace para criar hijos del cielo le caen los pañales, y justo eso le pasó a Olga, porque se anticipó demasiado en eso de formar una familia y, como quien dice, pasó del juego de muñecas a la realidad sin hacer transición. Cuando debió estar sentada en un pupitre estudiando y preparándose para la vida, se vio con la responsabilidad que conlleva un embarazo y su posterior desempeño como madre.

Eran otros tiempos, a inicios de la década de los 70, en que muchas jóvenes se dejaban llevar por los impulsos del amor y las hormonas, y ante el desmedido control de los padres, optaban por el casamiento. Qué metida de pata, me dijo hace unos años, cuando ya cuarentona se dio cuenta que había desperdiciado su juventud y que su profesión terminó siendo sólo madre y abuela.

Hoy día sigue entre pañales porque, para colmo, hace medio año le nacieron unas nietas jimagüitas (Leyanis y Leyanet), que viven en el apartamento que tiene su hijo Osvaldo (Papo) encima de su casa. Aparejado le ha tocado la semiresponsabilidad de atender a una de las nietas, a pedido de su hija mayor Viviam, que emigró como balsera a Miami, va a hacer ahora un año.

Olga es una hermana muy especial. Es la que más se parece a nuestra madre, ya fallecida. Heredó de ella su carácter fuerte, pero es cariñosa y tiene muy buenos sentimientos. No escatima en ayudar a sus hermanos aunque tenga que quitarse las cosas. Ejemplos hay de sobra. Lo sabemos quienes la queremos.

martes, 15 de enero de 2008

† Descansen en paz

Homenaje a mis tíos Ricardo y Caridad

Hoy quisiera estar, como también lo deseé hace nueve días, en mi terruño, para dar el último adiós a otro ser querido, ejemplo de voluntad y de tesón. Digo esto porque en lo que va de año, la muerte me ha jugado dos malas pasadas. Primero el fallecimiento de tío Ricardo el sábado 5 de enero, y ahora el deceso de tía Caridad este lunes 14 de enero.

Pero la distancia así lo dispone. Cuando uno se va de su país, aunque sea temporalmente, como es mi caso, siempre corre el riesgo de no estar cuando la familia atraviesa por momentos tan difíciles. Así me ha pasado en los últimos años cuando perdí a Mima, a Pipo, a tío Eusebio y, hace unos meses, a tía Agueda. A ninguno pude dar el último adiós.

A tío Ricardo lo sentía muy cercano, lo adoraba, porque era además mi padrino. Y con tía Caridad tenía yo una relación muy especial, entrañable. Sin que nadie se ponga bravo, pero me contaban entre sus sobrinos preferidos. Eso lo hace el roce, el cariño, la simpatía y hasta la complicidad. Y ya luego explicaré por qué.

Tío Ricardo nació el 9 de junio de 1922. Fue el séptimo de los 12 hermanos. Como los demás, creció en el seno de un humilde hogar, con el cariño de sus padres José y María Luisa, a quienes adoraba infinitamente. Con la experiencia de ese ambiente familiar, sentó las bases para construir el suyo y formar una familia. Al contraer matrimonio con Sofía Cartaya, Ricardo inició el camino a la felicidad, que luego coronó con el nacimiento de sus hijos Ramón y Emilita. Con el paso de los años, la llegada de los nietos trajo a su hogar una alegría y una ternura inolvidables. Se desvivía por ellos, se sentía como el abuelo protector y guía. Cada hazaña de sus nietos lo convertía en un hombre feliz, orgulloso.

Su ejemplo de buen trabajador, honesto y servicial lo reafirmaba como un auténtico Roque Rodríguez. Era, por demás, muy sentimental. Más de una vez lo sorprendí con un raro brillo en sus ojos, porque su sensibilidad era especialmente notoria. La última vez que lo vi fue en noviembre del 2007, ya muy enfermo, pero con la mente clara. Sin saberlo, con aquel beso que le di en la mejilla me estaba despidiendo. Él lo presentía. Unas lágrimas brotaron de sus ojos.

No muy lejos de él, a apenas 25 metros, frente a su casa en La Vigía, sentada en un sillón del portal, estaba su hermana Caridad, dos años y medio menor que él, ahora también enferma. Nacida el 25 de diciembre de 1924, fue la octava de la familia en llegar al mundo. Vino, como el niño Jesús, para traer la alegría de la natividad al hogar de mis abuelos paternos.

Tía Caridad tuvo, como los demás hermanos, una infancia dura, con restricciones pero llena de amor, porque esto último sí abundaba bajo aquel techo de guano que la vio crecer. Tuvo la gran suerte de enamorarse de un excelente hombre, Andrés Franchi-Alfaro, con quien fue siempre feliz. Juntos sacaron adelante, por buen camino, a sus seis hijos: Osvaldo, Emilio, Pablito, Conchita, Alberto y Andresito. Les enseñaron con humildad el valor de la vida, de la amistad, la solidaridad y el respeto por los demás. Los prepararon para el futuro, porque querían que ellos lograran lo que ellos soñaron cuando jóvenes.

A tía la he tenido siempre como una mujer luchadora, hacedora, emprendedora pero, sobre todo, optimista. No había una sola meta que no alcanzara, siempre con mucho esfuerzo, pero con resultados inimaginables. Construyó bloque a bloque su casa, junto a Andrés y sus hijos. Costó esfuerzo y no fue fácil, pero levantó a su gusto el hogar que quería. Y lo disfrutó mucho. Y no es para menos, porque una mujer así no se amilana ante las dificultades económicas, se crece, con la capacidad luego de sentirse orgullosa de su obra.

Yo, que no salía de su casa, porque sus hijos más pequeños eran contemporáneos conmigo, aprendí de tía Caridad esos valores humanos, esa dignidad que hace grande al hombre. Cuando decía al principio lo de la complicidad, es porque juntos sacamos adelante muchas ideas, con ella me atreví a vivir la época de los sueños y utopías, porque compartió conmigo la sabiduría y me dio fuerzas para llegar a convertirme en lo que hoy soy, un profesional al servicio de las buenas causas, al servicio de la palabra hablada, esa que siempre me transmitió.

En noviembre, cuando la ví por última vez, a pesar de su delicado estado de salud, aún mostraba en su rostro la alegría de vivir, su picaresca mirada. La besé con la duda de si volvería a verla, pero nunca presintiendo una despedida.

Con ella y con tío Ricardo, como ocurrió en 1996, cuando perdí a mi madre y en 1999 a mi padre, se va un pedazo de mi vida. Pero me queda la satisfacción de haberles tenido como tíos muy cercanos, entrañables y cariñosos, como también lo han sido los otros.

Hace tan sólo unos días, al perder a una colega, otra gran amiga me recordaba la certeza de François Mauriac al señalar que “la muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo.