jueves, 8 de febrero de 2007

† Cuando una tía se va

Adiós tía Águeda
La muerte, con su impecable misterio, deja huellas imborrables. Esta semana ha tocado de nuevo a mi puerta, para llevarse a una de las tías más queridas: Águeda. Murió repentinamente, de un ataque al corazón, tal como le ocurrió a mi abuelo paterno, hace ahora 38 años y, más recientemente, a mi papá, en junio de 1999.

Tenía siete años cuando murió mi abuelo Cheo. Fue el 25 de febrero de 1968, un día tan frío en Güira de Melena que hasta la hierba de los campos amaneció con escarcha. Según cuentan algunos testigos, durante la madrugada de su velatorio, se repitió ese intenso frío del día anterior y el termómetro registró 0 grado. Mis tíos tuvieron que cerrar las puertas y refugiarse en el interior de la funeraria.

Los nietos más pequeños, entre ellos yo, estuvimos bien cuidados por mi madre, quien esa noche regresó de la funeraria con una honda tristeza, porque ella y mi abuelo se tenían un cariño especial. La pobre, no dejaba de pensar en mi padre y en lo que iba a significar aquella pérdida para él, sus hermanos y su madre.

La cultura de la muerte
Familia numerosa al fin -12 hijos-, los Roque-Rodríguez, al tiempo que veían crecer su familia, comenzaban a enfrentar los sucesivos fallecimientos de hermanos y hermanas. La cultura de la muerte invadía sus vidas. Todos se mostraban seguidores de los patrones del luto a la usanza de entonces. Mis padres, por ejemplo, eran fieles guardianes de esos dictámenes heredados de generación a generación.

Mi madre, además de vestir ropa de luto o medio luto, prohibió que en casa se escuchara música. Guardo el recuerdo sonoro de aquellos años, monótono, por cierto, porque la radio estuvo sintonizada durante mucho tiempo en Radio Reloj, la única emisora cubana que difunde las noticias y la hora cada minuto, durante las 24 horas del día. (Esa radio no trasmite música ni grabaciones; el único sonido que se escucha al sintonizarla es el tic tac de las frecuencias de un reloj y las voces de los locutores).

Años más tarde, en 1974, tras el fallecimiento de mi abuela paterna, María Luisa, mi madre nos privó de ver la TV a mis hermanos y a mí. Pobre de nosotros, porque sufrimos su arraigo a unas normas demasiado estrictas para la época. Con el paso del tiempo, mi primo Roberto, hijo de mi tía María (la más pequeña de las hermanas de mi papá y la única que se fue a vivir a ciudad de La Habana), me confesó que ella sí les permitió ver la televisión. Eso sí, con el audio bajito. Nosotros, quizás porque estábamos en un pueblo de campo, con una mentalidad más atrasada, terminamos viendo el popular programa de ‘Aventuras’ en la sala de algún vecino.

El luto se lleva dentro
Con el paso de los años y la muerte de otros miembros de la familia, comencé a valorar más la vida. Aprendí que el luto se lleva dentro y que lo mejor es demostrar el amor y el cariño todos los días y no cuando la muerte nos arrebata a un ser querido. En parte, esa filosofía me la inculcó mi tía María, con un pensamiento mucho más abierto.

Las veces que fui al cementerio acompañando el cortejo fúnebre de varios familiares... y las otras que llevé flores a los difuntos de mi familia. Pero en los últimos 11 años, mi ‘exilio profesional’ (vivo y trabajo en Holanda) me ha impedido estar allí para darle el último adiós a mi madre (64 años), en 1996; a mi padre (70) en 1999; a mi tío Eusebio (85) en el 2003, y ahora a tía Águeda, fallecida el 2 de febrero, a la edad de 73 años. Ese es el precio que pago al estar lejos de la tierra que me vio nacer y al distanciarme justificadamente de una familia tan unida.

Este fin de semana mi esposa y yo hemos recordado a tía Águeda. Le dedicamos unas flores y le encendimos una velita. Su ternura, su alegría, su amor por la familia y su lucha por los suyos seguirán alimentando nuestros sentimientos.

lunes, 5 de febrero de 2007

La escuela al campo

Mi primera experiencia laboral
Fue ésta una práctica muy común en la enseñanza secundaria o especializada. Todos los años, durante 45 días, los estudiantes cambiamos los libros, los cuadernos y los lápices por la guataca. Había que aprender a trabajar la tierra. Productivos no éramos del todo. Lo importante era enseñarnos a trabajar y a 'pasar trabajo'.

Con sólo 12 años tuve mi primera experiencia laboral. Fue unos meses después de iniciado el curso escolar 1973-1974, cuando vi interrumpidos mis estudios para marchar hacia la escuela al campo. Recién había comenzado el primer año de la carrera en la Escuela para la Formación de Maestros Primarios, en el municipio Batabanó, al sur de La Habana, a unos 30 kilómetros de mi pueblo natal, Güira de Melena.
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Con esa corta edad me preguntaba por qué dejábamos los libros para, en su lugar, coger la guataca, esa especie de azada que se utiliza en los campos de Cuba para quitar las malas hierbas y despejar las guardarrayas de los campos de caña. Pero, más aún , me cuestionaba que nos mandaran durante mes y medio a los campos cercanos al puerto pesquero ‘La Coloma’, en la provincia de Pinar del Río, a 250 kilómetros, cuando nuestra escuela estaba rodeada de lotes de tierra que también necesitaban de mano de obra.

Eran tiempos de decisiones inverosímiles, cargados de connotaciones ideológicas más que de argumentos que sopesaran la fija idea de formarnos como soldados más que como maestros. No sé, quizás entre los ideólogos del Ministerio de Educación había una corriente que se empeñaba en hacernos hombres modelo al estilo militar. Espero que no hayan querido apartarnos de nuestros padres, para independizarnos de cualquier atadura familiar que no se correspondiera con los patrones ideológicos establecidos. De lo que sí estoy seguro es de que no todos nuestros “viejos” veían con buenos ojos ese interés de tenernos tan distantes de casa.

Es cierto que, como afirmaba José Martí, “el trabajo es el aire y el sol de la libertad (...) el hombre crece con el trabajo que sale de sus manos (...) ventajas físicas, mentales y morales vienen del trabajo manual (...) trabajemos para la dignidad y el bienestar de todos los hombres”. En parte, combinar el estudio con el trabajo nos hacía bien, pero ¿a qué precio?...

La visita de los padres
Esta suerte de “destierro estudiantil” que al final terminábamos disfrutando (porque a esa edad las aventuras se agradecen), nos alejaba de nuestras casas, pero no de nuestros padres, quienes hacían un enorme esfuerzo para trasladarse, cada domingo, hasta ese remoto rincón. Mi padre tenía un camión con el que se dedicaba a cargar pasajeros (estudiantes y trabajadores), y cada semana lo ponía a disposición de los familiares de mis compañeros de aula. Sólo cobraba un módico precio para pagar la gasolina y los consabidos desgastes del viejo Ford 46.

Además de que iban cargados de ricas comidas caseras, las cuales terminábamos almorzando debajo de un árbol, los padres nos llevaban provisiones para toda la semana: desde galletas de sal y fanguito (dulce de leche condensada) hasta chicharritas (plátano macho frito), así como otras golosinas que resolvían como resultado de trueques o su compra en el mercado negro.
Era lindo ese encuentro semanal, porque quiera o no, necesitábamos del cariño de nuestros padres, aunque después las despedidas de aquellas tardes de domingo nos dejaran con el corazón roto. ¡Las veces que vi llorar a coro, y hasta una lágrima eché!

Pero más lástima daba los compañeros que se quedaban esperando por los suyos, pero no por eso dejaban de comer algo caliente. Además de que en la cocina del campamento preparaban alimentos para esos estudiantes que no habían recibido visita, al final todos terminábamos compartiendo nuestras reservas. A veces, algunos padres de colegas que vivían en lugares apartados, no conseguían en qué ir hasta La Coloma. El transporte público era deficiente, y en aquel momento se achacaba a la falta de piezas de repuesto como consecuencia del bloqueo de Estados Unidos. Argumento que sigue utilizándose hoy, 33 años después de aquella ‘escuela al campo’.

¿Éramos productivos?

Aunque había nacido en un municipio con muchos campesinos, y donde los guajiros con fincas abundaban, yo provenía de una familia obrera. El trabajo en el campo era algo nuevo para mí. Con aquella escasa edad, la dureza de las labores dejaba huellas. Las ampollas ardían en mis manos, estropeadas por la guataca que apenas sabía manejar. De productividad mejor no hablemos... No creo que nuestro rendimiento alcanzara para pagar los gastos que generábamos. Algún día saldrán a la luz esos datos que con tanto recelo guardan los archivos de la época. ¿Estarán aún clasificados esos documentos?

Y claro, con aquella inmadurez, propia de la edad, quién no hacía sus trastadas. Aunque la disciplina era férrea, todos hacíamos maldades a nuestros compañeros, sobre todo, durante aquellas noches en que se producían los acostumbrados apagones de la época. Recuerdos tengo muchos; algunos son como para no contarlos y otros como para volver a echarme a reír. Continuará...