Mostrando entradas con la etiqueta La Habana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta La Habana. Mostrar todas las entradas

martes, 3 de diciembre de 2013

Para mí todo era nuevo

Cuando empecé a ensanchar mi mente

En 1967, durante la semana que pasé en La Habana empezó a ensancharse mi mentalidad de niño guajiro. Supe que, más allá de mi terruño lleno de encantos naturales y humanos, había otro modelo vecinal, con calles vistosas, con aceras anchas y frondosos árboles.
El Vedado tenía también su magia, mezcla de grandeza arquitectónica y de belleza natural que convergían en El Malecón habanero. Todo me parecía novedoso, desde el Convento de las Carmelitas Descalzas, hasta los famosos edificios altos como el Focsa o el Hotel Habana Libre, antiguo Hilton.

Corría el año 1967 y en medio del apogeo revolucionario quedaban aún vestigios de un barrio de clase media alta que no quería perder ni categoría ni fama. Y yo estaba allí para contemplarlo, sin saber que 20 años más tarde iría a formar parte de los nuevos pobladores, por cierto, menos afortunados.


Mis tíos aprovecharon mis vacaciones en La Habana para llevarme a pasear con mis primos. Jalisco Park, en 23 y 18, fue una de las primeras visitas obligadas. Aunque en mi pueblo había también un parque de diversiones con ‘los caballitos’ (carrusel), ésta otra instalación tenía muchas más atracciones, algunas para mí desconocidas. Creo que esa tarde le hicimos un hueco tremendo al monedero de tía María. Lo curioso era el entorno donde estaba (y sigue ubicado) ese centro recreativo, a sólo unos metros de una de las entradas del cementerio de Colón. Desde la Estrella (conocida en otros lugares como Noria Gigante), podía divisar las sepulturas, muchas de las cuales eran (y aún son) verdaderas joyas arquitectónicas. Aquella combinación de diversión y placer me parecía muy rara, porque en los pueblos pequeños estábamos acostumbrados a la idea que el campo santo era sagrado, de ahí su ubicación en las afueras del perímetro urbano. En la práctica vi que los habaneros también manifestaban respeto por los difuntos, pero estaban más civilizados, al punto que sabían convivir juntos unos y otros.

La cercanía al malecón nos llevó a dedicar una de esas tardes a la pesca. El Chino, como toda mi familia llama a tío Plácido, tenía una vara de pescar y todo tipo de anzuelos. Pertrechados del equipamiento básico, bajamos por calle 26, desde 19, buscando la calle Línea hasta llegar a Malecón. Nos sentamos en el muro y comenzamos la faena. Mi primo Roberto ya conocía la técnica de pescar, pero yo en eso era un novato. Haciendo gala de una paciencia infinita, mi tío sostenía la vara de pesca y fijaba su mirada en el punto donde el sedal se perdía en el agua a la espera de que algún pez se decidiera a picar el anzuelo. Tuvimos algo de suerte y llevamos a casa un pequeño ‘ensarte’ de pescado. Ese día la comida estaba resuelta.

Una playa con arena


Ese mar azul que contemplábamos desde el Malecón invitaba a darse un baño. El calor de aquel verano era propicio para conocer una de las playas más cercanas, La Concha, en el litoral oeste de La Habana, que visitamos al día siguiente. Yo no salía de un asombro para entrar en otro. Acostumbrado a ver, de vez en cuando, el turbio mar del sur de La Habana (en la Playa El Cajío, conocida por sus fangos medicinales), noté enseguida la diferencia del agua, porque esta era cristalina.

Estaba en presencia de una playa con arena blanca, con una infraestructura heredada de épocas anteriores que combinaba los servicios públicos con los gastronómicos, que por aquellos años comenzaban a decaer. Qué manera de disfrutar del Sol, la arena y aquel mar que parecía un plato.Toda esa zona había sido hasta unos años atrás propiedad de los socios de clubes como el Habana Yatch Club, uno de los más exclusivos de la playa de Marianao. Cerca de la Playa de La Concha, estaba el Coney Island, el mayor parque de Diversiones de Cuba. Al ver aquella variedad de atracciones desde la ventanilla de la guagua, mis primos María Elena y Roberto le pidieron a mis tíos regresar otro día para que yo disfrutara de todos esos encantos. Y así fue, una tarde volvimos a Marianao y montamos frenéticos los carros locos y los otros aparatos propios para nuestra edad. Sentados en uno de los bancos nos resignábamos a contemplar cómo los mayores se lanzaban al vértigo de la montaña rusa, mientras contábamos los años que nos faltaban para estar allá arriba. Finalmente nunca lo hice, porque cuando alcancé la edad requerida, la emblemática montaña rusa estaba destartalada, con el repetitivo cartel de “fuera de servicio”, que solía aparecer en muchos establecimientos públicos.

Un paseo por las tiendas
La posición geográfica de El Vedado nos favorecía para viajar en cualquier dirección. En un abrir y cerrar de ojos, la ruta 57 nos llevaba hasta La Habana Vieja y sus todavía encantos de centros comerciales, que por esos años entraban en decadencia. No obstante, alcancé a ver y disfrutar de las golosinas del Ten Cent de Galiano, y lo que quedaba de los otros comercios más famosos de los años 50 como Flogar y La Época. Hasta disfruté la novedad de los ascensores y las escaleras mecánicas de esas tiendas, que aún funcionaban. No recuerdo que mis tíos hayan comprado algo ese día. Eran tiempos de colas kilométricas y, más bien, aquél era un viaje de placer.

La semana se fue volando. Ya era domingo. Tía María con una vocación católica admirable, había educado a mis primos en los principios cristianos. De hecho, por aquellos días mi prima tomaba las clases de Catecismo para hacer la Comunión. Y mi primo no se quedaba atrás, porque ya comenzaba a imbuirse en los menesteres de monaguillo. Lo comprobé cuando les acompañé a una de las misas que religiosamente asistía mi tía. Yo no tenía la menor idea de cómo comportarme en una Iglesia; es más, ni sabía rezar el Padre Nuestro. Aquel día sentí que estaba fuera de lugar cuando me acerqué a saludar a las monjas de Clausura. Éramos una familia numerosa y mi madre, tan ocupada en las labores del hogar, nunca se preocupó por llevarnos los domingos a misa. Tampoco mostraba ella tanto interés por ese mundo de la religión. Tanto ella como mi padre, creían a su manera, como si tuvieran su propio Dios. Me imagino que también haya influido, en parte, el carácter ateo que comenzaba a tener la educación por aquellos años. La Iglesia y el Estado no congeniaban. E ir a la Iglesia era ‘un pecado’. Continuará...

Cargados de jabas... camino a La Habana

Aquella tarde de domingo, allá por 1967, con apenas seis años, estaba a punto de ver realizado un primer sueño infantil. Dejaba por unos días la rutina del barrio y cambiaba las palmas y el verde de los sembrados por el asfalto y los edificios de La Habana. El Vedado, el sitio más emblemático de la capital, me daría la bienvenida. Junto a mis primos y tíos, viviría durante una semana el ambiente capitalino.

Costó trabajo que Mima y Pipo accedieran. Mis tíos María y Plácido se encargaron de convencerles de que serían las vacaciones que hasta ese momento nunca había disfrutado. La noche antes, me dormí pensando en que aquella iba a ser una semana inolvidable. Me levanté temprano para ir a casa de mis abuelos Luisa y Cheo, que vivían en el mismo barrio, en la calle final, a dos cuadras de mi casa y donde pernoctaban los fines de semana mis tíos habaneros. Muchacho al fin, comentaba a todos que me iría a conocer La Habana, la ciudad que hasta ese momento había visto sólo en revistas y, alguna que otra vez, desde el portal de Eloína, la única vecina del barrio que tenía televisor.

Aunque el viaje sería por la tarde, desde el mediodía ya mi equipaje estaba listo. Mima había cuidado cada detalle. La ropa, como siempre, estaba impecable. Mi madre presumía de tenerlo todo en orden, y mis pantalones y camisas lucían planchados como de tintorería. Mi padre procuró, por su parte, conseguir alguna que otra vianda para ayudar a mis tíos con mi alimentación. Eran años difíciles, de una austeridad increíble, y aunque entender yo no entendía nada, todos hablaban de que el bloqueo estadounidense se acrecentaba cada vez más y que comenzaban a escasear algunos productos de primera necesidad.

El Pegaso iba atestado
Cuando cayó la tarde y el fuerte sol comenzó a ceder, mis tíos y primos pasaron por mí. Me despedí de mi madre y mis hermanos, y Pipo nos llevó en su camión hasta la parada de ómnibus, por aquel entonces en el centro del pueblo, en la esquina de las calles Cuba y Manuel Landa, frente al restaurante Las Delicias. Hicimos la cola de los sentados para la ruta 75, porque el viaje era largo y como éramos tres niños, era peligroso ir de pie. Aunque estaba acostumbrado a viajar frecuentemente en el camión de mi padre, para ir a visitar a nuestra familia en pueblos y barrios aledaños a Güira, aquel trayecto en la 'guagua' fue todo una novedad. Recuerdo que hice el viaje un poco mareado, porque aquel ómnibus Pegaso iba atestado, el calor era agobiante y el camino estaba lleno de curvas.

La ruta 75 nos llevó hasta Santiago de las Vegas, municipio a medio camino de La Habana, que años más tarde conocería como la palma de mi mano, porque allí se fue a vivir mi hermana mayor, Mary, cuando se casó con un santiaguero, Rubén. En Santiago volvimos a hacer otra cola, esta vez para la ruta 76. Por suerte, ésta tenía aún un servicio bastante rápido y eficiente, por lo que en 20 minutos seguimos viaje hacia La Habana. La Fuente Luminosa, frente a la Ciudad Deportiva fue nuestro siguiente destino. Allí tomamos la ruta 27 y en cinco minutos más estábamos 'desembarcando' en la calle 26, entre 17 y 19.
Parecíamos 'jaberos'Llegamos cargados de jabas, como la mayoría de los que viajaban desde Güira. Estaba de moda ir a los municipios de La Habana campo a conseguir alimentos. Los llamados 'jaberos' se dedicaban al trueque de ropa o alimentos en conserva por viandas y vegetales. Era común que jabones, desodorantes y prendas de vestir compradas en la ciudad, fueran intercambiados por plátanos, frijoles y verduras. No era nuestro caso, porque afortunadamente, conseguíamos algunos productos agrícolas cosechados por nuestros familiares que eran dueños de fincas.

La llegada a La Habana fue casi al anochecer. Recuerdo que nos quitamos el 'churre' de encima, comimos y caímos rendidos en la cama. Terminaba así un día largo, pero novedoso y me esperaba otro lleno de aventuras. Continuará...

sábado, 1 de octubre de 2011

Donde la memoria sigue intacta

Volver al pasado allí donde tu memoria sigue intacta es reencontrarse con lo que un día fue y ya no es. Este pequeño paseo por El Vedado junto a mi esposa Taty es eso.
Espero que lo disfruten.

miércoles, 20 de diciembre de 2006

Camino a La Habana

Cargados de jabas
Aquella tarde de domingo, allá por 1967, con apenas seis años, estaba a punto de ver realizado un primer sueño infantil. Dejaba por unos días la rutina del barrio y cambiaba las palmas y el verde de los sembrados por el asfalto y los edificios de La Habana. El Vedado, el sitio más emblemático de la capital, me daría la bienvenida. Junto a mis primos y tíos, viviría durante una semana el ambiente capitalino.

Costó trabajo que Mima y Pipo accedieran. Mis tíos María y Plácido se encargaron de convencerles de que serían las vacaciones que hasta ese momento nunca había disfrutado. La noche antes, me dormí pensando en que aquella iba a ser una semana inolvidable. Me levanté temprano para ir a casa de mis abuelos Luisa y Cheo, que vivían en el mismo barrio, en la calle final, a dos cuadras de mi casa y donde pernoctaban los fines de semana mis tíos habaneros. Muchacho al fin, comentaba a todos que me iría a conocer La Habana, la ciudad que hasta ese momento había visto sólo en revistas y, alguna que otra vez, desde el portal de Eloína, la única vecina del barrio que tenía televisor.

Aunque el viaje sería por la tarde, desde el mediodía ya mi equipaje estaba listo. Mima había cuidado cada detalle. La ropa, como siempre, estaba impecable. Mi madre presumía de tenerlo todo en orden, y mis pantalones y camisas lucían planchados como de tintorería. Mi padre procuró, por su parte, conseguir alguna que otra vianda para ayudar a mis tíos con mi alimentación. Eran años difíciles, de una austeridad increíble, y aunque entender yo no entendía nada, todos hablaban de que el bloqueo estadounidense se acrecentaba cada vez más y que comenzaban a escasear algunos productos de primera necesidad.

El Pegaso iba atestado
Cuando cayó la tarde y el fuerte sol comenzó a ceder, mis tíos y primos pasaron por mí. Me despedí de mi madre y mis hermanos, y Pipo nos llevó en su camión hasta la parada de ómnibus, por aquel entonces en el centro del pueblo, en la esquina de las calles Cuba y Manuel Landa, frente al restaurante Las Delicias. Hicimos la cola de los sentados para la ruta 75, porque el viaje era largo y como éramos tres niños, era peligroso ir de pie. Aunque estaba acostumbrado a viajar frecuentemente en el camión de mi padre, para ir a visitar a nuestra familia en pueblos y barrios aledaños a Güira, aquel trayecto en la 'guagua' fue todo una novedad. Recuerdo que hice el viaje un poco mareado, porque aquel ómnibus Pegaso iba atestado, el calor era agobiante y el camino estaba lleno de curvas.

La ruta 75 nos llevó hasta Santiago de las Vegas, municipio a medio camino de La Habana, que años más tarde conocería como la palma de mi mano, porque allí se fue a vivir mi hermana mayor, Mary, cuando se casó con un santiaguero, Rubén. En Santiago volvimos a hacer otra cola, esta vez para la ruta 76. Por suerte, ésta tenía aún un servicio bastante rápido y eficiente, por lo que en 20 minutos seguimos viaje hacia La Habana. La Fuente Luminosa, frente a la Ciudad Deportiva fue nuestro siguiente destino. Allí tomamos la ruta 27 y en cinco minutos más estábamos 'desembarcando' en la calle 26, entre 17 y 19.
Parecíamos 'jaberos'Llegamos cargados de jabas, como la mayoría de los que viajaban desde Güira. Estaba de moda ir a los municipios de La Habana campo a conseguir alimentos. Los llamados 'jaberos' se dedicaban al trueque de ropa o alimentos en conserva por viandas y vegetales. Era común que jabones, desodorantes y prendas de vestir compradas en la ciudad, fueran intercambiados por plátanos, frijoles y verduras. No era nuestro caso, porque afortunadamente, conseguíamos algunos productos agrícolas cosechados por nuestros familiares que eran dueños de fincas.

La llegada a La Habana fue casi al anochecer. Recuerdo que nos quitamos el 'churre' de encima, comimos y caímos rendidos en la cama. Terminaba así un día largo, pero novedoso y me esperaba otro lleno de aventuras. Continuará...