martes, 24 de diciembre de 2013

Mis Nochebuenas de cuando niño

El último de los convites navideños

La Navidad pasó fugazmente por mi niñez. Casi no alcancé a disfrutarla conscientemente, porque cuando somos pequeños ponemos énfasis en el qué, en detrimento del por qué.

Corría 1968 cuando asistí a la última celebración de La Nochebuena 'a todo dar', en el garaje de Teyo, frente a mi casa, en el barrio de La Vigía, en la entonces habanera localidad habanaera de Güira de Melena. Nunca olvidé aquel banquete organizado por Nena Masa, con la colaboración de quien fuera casi mi segunda madre, Ayita, y otros vecinos, incluidos mis padres. Sin saberlo, estábamos asistiendo al último convite navideño. Un año más tarde, la Navidad sería prohibida por decreto gubernamental con el argumento de que era necesario trabajar sin descanso para lograr los 10 millones de toneladas de azúcar al finalizar la contienda de 1970.

"Nochebuena", obra del cubano Luis Joaquín Rodríguez Arias

Desde el día anterior al 24 de diciembre, la casa de Nena era el centro de los preparativos de una cena navideña marcada por la austeridad, pero matizada por la capacidad que comenzaban a tener las amas de casa cubanas para sustituir algunos ingredientes de los platos que especialmente preparaban para la ocasión. Llegado el momento, aquellas dos mesas muy largas como resultado de la unión de varias prestadas por los vecinos, lucían impecables. El banquete tenía el tradicional menú de arroz blanco, potaje de frijoles negros, cerdo asado, yuca con mojo, ensalada de vegetales y pan, al que se agregaban los postres caseros como buñuelos hechos a partir de yuca y boniato, dulce de coco, dulce de naranja o toronja, casquitos de guayaba y queso blanco. De beber, cerveza Hatuey, Cristal y Polar, ron o aguardiente y algún que otro vino importado.

Aquella fiesta navideña, que era muy cubana y muy pagana, no tenía más connotación que la de una tradicional reunión familiar o vecinal. Porque eso tenía el cubano de aquellos años, era muy unido y le gustaba compartir con los amigos cercanos. Los más religiosos, “los católicos, apostólicos, romanos”, como decía Mima, acudían a la Misa del Gallo en la única iglesia del pueblo, pero eran los menos. No recuerdo que por aquellos años en que disfruté de la Navidad, mis vecinos fueran luego a la iglesia. Quizás porque por aquella época las relaciones entre Iglesia y Estado eran cada vez más tensas, debido a que el proceso revolucionario se tornaba ya incompatible con la doctrina de la Iglesia. Y la mayor parte del pueblo defendía la Revolución, así que por fidelidad o por otras razones no le seguían el juego a la jerarquía católica de entonces.

Si te preguntan, di que NO
Con apenas 8 años, comenzamos a vivir las sucesivas Navidades algo así como a “escondidas”. Tanto mi familia como los vecinos celebraban el 24 de diciembre a puertas cerradas, evitando así que fuéramos "acusados" de debilidad ideológica. Éramos advertidos por nuestros padres o familiares: “Si te preguntan si hacemos la comida de Nochebuena, tú diles que NO”. Aquel jolgorio de años anteriores, en que los niños corríamos por todo el patio y finalmente terminábamos sentados frente al arbolito navideño, pasaría a ser parte de la historia.Ya no comeríamos más turrones españoles, ni tendríamos uvas ni manzanas, ni frutos secos en la mesa navideña. Los productos españoles que, en principio, distribuían por la libreta de abastecimiento, dejarían de importarse. El estado comenzaría a borrar todo vestigio de celebraciones religiosas. Quedaban atrás aquellos años iniciales de la Revolución, cuando camiones del Ejército Rebelde recorrían los barrios más pobres para hacer entrega de los paquetes de Navidad, con arroz, carne de cerdo, frijoles negros y golosinas.

Seguí creciendo en el mismo ambiente familiar, en el que convergían lo católico y lo afro, pero con ciertas restricciones, sobre todo a la hora de manifestar públicamente mi inclinación religiosa. La educación y la preparación profesional que recibiría después, terminarían por convertirme en un ser ateo, descreído, aunque con más lagunas que conocimientos en materia de religión. No obstante, seguiríamos luego la costumbre de reunirnos en Nochebuena y hacer una comida íntima, sin pretensiones ni ínfulas religiosas porque, en realidad, creyentes no éramos.

Años después, en la década del 80, ya adulto y viviendo en La Habana, en las noches del 24 de diciembre asistiría, junto con mi esposa e hijos, a la cena que organizaba mi tía María quien, por su condición de católica fiel, sí había celebrado siempre la Navidad “como Dios manda”. Por esa época sin el miedo que nos albergaba en los años de la infancia. Aunque las celebraciones alegóricas a la Navidad seguían siendo mal vistas, ya por entonces la mentalidad de nosotros y la de los que decidían los designios de todo el pueblo comenzaba a tornarse diferente.

El regreso de la Navidad
Veintiséis años más tarde, bien lejos de Cuba, reviviría el ambiente navideño que había dejado atrás en mi niñez. A los seis meses de haber llegado a Holanda, sólo y con mi familia a 10 mil kilómetros de distancia, aceptaría la invitación de unos amigos colombianos para festejar la Navidad de manera normal, sin saber que dos años después, en 1997, pocas semanas antes de la llegada de Su Santidad Juan Pablo II a la isla, los cubanos disfrutaríamos de un feriado navideño, pero sólo por esa ocasión. La sorpresa la daría un año más tarde el Partido Comunista de Cuba, cuando recomendó autorizar la celebración de la Navidad. Ahora para siempre.

Volverían a la palestra aquellas celebraciones de hace siglos. Reviviría en nuestras familias la hermosa costumbre de poner el “nacimiento” junto al árbol de Navidad, con luces y adornos. Muchos rescatarían lo que alguna vez se hiciera tradición, la cena familiar en la Nochebuena cada 24 de Diciembre. Esta vez con lo que tuvieran para poner sobre la mesa, pero cultivando la necesaria reunión de familia y con la evocación de los ausentes. Eso sí, sin las felicitaciones navideñas ni los villancicos por la radio o la televisión, que casi 14 años después de la visita del Papa Juan Pablo II, siguen sin tener cabida en los medios de difusión. 

martes, 3 de diciembre de 2013

Para mí todo era nuevo

Cuando empecé a ensanchar mi mente

En 1967, durante la semana que pasé en La Habana empezó a ensancharse mi mentalidad de niño guajiro. Supe que, más allá de mi terruño lleno de encantos naturales y humanos, había otro modelo vecinal, con calles vistosas, con aceras anchas y frondosos árboles.
El Vedado tenía también su magia, mezcla de grandeza arquitectónica y de belleza natural que convergían en El Malecón habanero. Todo me parecía novedoso, desde el Convento de las Carmelitas Descalzas, hasta los famosos edificios altos como el Focsa o el Hotel Habana Libre, antiguo Hilton.

Corría el año 1967 y en medio del apogeo revolucionario quedaban aún vestigios de un barrio de clase media alta que no quería perder ni categoría ni fama. Y yo estaba allí para contemplarlo, sin saber que 20 años más tarde iría a formar parte de los nuevos pobladores, por cierto, menos afortunados.


Mis tíos aprovecharon mis vacaciones en La Habana para llevarme a pasear con mis primos. Jalisco Park, en 23 y 18, fue una de las primeras visitas obligadas. Aunque en mi pueblo había también un parque de diversiones con ‘los caballitos’ (carrusel), ésta otra instalación tenía muchas más atracciones, algunas para mí desconocidas. Creo que esa tarde le hicimos un hueco tremendo al monedero de tía María. Lo curioso era el entorno donde estaba (y sigue ubicado) ese centro recreativo, a sólo unos metros de una de las entradas del cementerio de Colón. Desde la Estrella (conocida en otros lugares como Noria Gigante), podía divisar las sepulturas, muchas de las cuales eran (y aún son) verdaderas joyas arquitectónicas. Aquella combinación de diversión y placer me parecía muy rara, porque en los pueblos pequeños estábamos acostumbrados a la idea que el campo santo era sagrado, de ahí su ubicación en las afueras del perímetro urbano. En la práctica vi que los habaneros también manifestaban respeto por los difuntos, pero estaban más civilizados, al punto que sabían convivir juntos unos y otros.

La cercanía al malecón nos llevó a dedicar una de esas tardes a la pesca. El Chino, como toda mi familia llama a tío Plácido, tenía una vara de pescar y todo tipo de anzuelos. Pertrechados del equipamiento básico, bajamos por calle 26, desde 19, buscando la calle Línea hasta llegar a Malecón. Nos sentamos en el muro y comenzamos la faena. Mi primo Roberto ya conocía la técnica de pescar, pero yo en eso era un novato. Haciendo gala de una paciencia infinita, mi tío sostenía la vara de pesca y fijaba su mirada en el punto donde el sedal se perdía en el agua a la espera de que algún pez se decidiera a picar el anzuelo. Tuvimos algo de suerte y llevamos a casa un pequeño ‘ensarte’ de pescado. Ese día la comida estaba resuelta.

Una playa con arena


Ese mar azul que contemplábamos desde el Malecón invitaba a darse un baño. El calor de aquel verano era propicio para conocer una de las playas más cercanas, La Concha, en el litoral oeste de La Habana, que visitamos al día siguiente. Yo no salía de un asombro para entrar en otro. Acostumbrado a ver, de vez en cuando, el turbio mar del sur de La Habana (en la Playa El Cajío, conocida por sus fangos medicinales), noté enseguida la diferencia del agua, porque esta era cristalina.

Estaba en presencia de una playa con arena blanca, con una infraestructura heredada de épocas anteriores que combinaba los servicios públicos con los gastronómicos, que por aquellos años comenzaban a decaer. Qué manera de disfrutar del Sol, la arena y aquel mar que parecía un plato.Toda esa zona había sido hasta unos años atrás propiedad de los socios de clubes como el Habana Yatch Club, uno de los más exclusivos de la playa de Marianao. Cerca de la Playa de La Concha, estaba el Coney Island, el mayor parque de Diversiones de Cuba. Al ver aquella variedad de atracciones desde la ventanilla de la guagua, mis primos María Elena y Roberto le pidieron a mis tíos regresar otro día para que yo disfrutara de todos esos encantos. Y así fue, una tarde volvimos a Marianao y montamos frenéticos los carros locos y los otros aparatos propios para nuestra edad. Sentados en uno de los bancos nos resignábamos a contemplar cómo los mayores se lanzaban al vértigo de la montaña rusa, mientras contábamos los años que nos faltaban para estar allá arriba. Finalmente nunca lo hice, porque cuando alcancé la edad requerida, la emblemática montaña rusa estaba destartalada, con el repetitivo cartel de “fuera de servicio”, que solía aparecer en muchos establecimientos públicos.

Un paseo por las tiendas
La posición geográfica de El Vedado nos favorecía para viajar en cualquier dirección. En un abrir y cerrar de ojos, la ruta 57 nos llevaba hasta La Habana Vieja y sus todavía encantos de centros comerciales, que por esos años entraban en decadencia. No obstante, alcancé a ver y disfrutar de las golosinas del Ten Cent de Galiano, y lo que quedaba de los otros comercios más famosos de los años 50 como Flogar y La Época. Hasta disfruté la novedad de los ascensores y las escaleras mecánicas de esas tiendas, que aún funcionaban. No recuerdo que mis tíos hayan comprado algo ese día. Eran tiempos de colas kilométricas y, más bien, aquél era un viaje de placer.

La semana se fue volando. Ya era domingo. Tía María con una vocación católica admirable, había educado a mis primos en los principios cristianos. De hecho, por aquellos días mi prima tomaba las clases de Catecismo para hacer la Comunión. Y mi primo no se quedaba atrás, porque ya comenzaba a imbuirse en los menesteres de monaguillo. Lo comprobé cuando les acompañé a una de las misas que religiosamente asistía mi tía. Yo no tenía la menor idea de cómo comportarme en una Iglesia; es más, ni sabía rezar el Padre Nuestro. Aquel día sentí que estaba fuera de lugar cuando me acerqué a saludar a las monjas de Clausura. Éramos una familia numerosa y mi madre, tan ocupada en las labores del hogar, nunca se preocupó por llevarnos los domingos a misa. Tampoco mostraba ella tanto interés por ese mundo de la religión. Tanto ella como mi padre, creían a su manera, como si tuvieran su propio Dios. Me imagino que también haya influido, en parte, el carácter ateo que comenzaba a tener la educación por aquellos años. La Iglesia y el Estado no congeniaban. E ir a la Iglesia era ‘un pecado’. Continuará...

Cargados de jabas... camino a La Habana

Aquella tarde de domingo, allá por 1967, con apenas seis años, estaba a punto de ver realizado un primer sueño infantil. Dejaba por unos días la rutina del barrio y cambiaba las palmas y el verde de los sembrados por el asfalto y los edificios de La Habana. El Vedado, el sitio más emblemático de la capital, me daría la bienvenida. Junto a mis primos y tíos, viviría durante una semana el ambiente capitalino.

Costó trabajo que Mima y Pipo accedieran. Mis tíos María y Plácido se encargaron de convencerles de que serían las vacaciones que hasta ese momento nunca había disfrutado. La noche antes, me dormí pensando en que aquella iba a ser una semana inolvidable. Me levanté temprano para ir a casa de mis abuelos Luisa y Cheo, que vivían en el mismo barrio, en la calle final, a dos cuadras de mi casa y donde pernoctaban los fines de semana mis tíos habaneros. Muchacho al fin, comentaba a todos que me iría a conocer La Habana, la ciudad que hasta ese momento había visto sólo en revistas y, alguna que otra vez, desde el portal de Eloína, la única vecina del barrio que tenía televisor.

Aunque el viaje sería por la tarde, desde el mediodía ya mi equipaje estaba listo. Mima había cuidado cada detalle. La ropa, como siempre, estaba impecable. Mi madre presumía de tenerlo todo en orden, y mis pantalones y camisas lucían planchados como de tintorería. Mi padre procuró, por su parte, conseguir alguna que otra vianda para ayudar a mis tíos con mi alimentación. Eran años difíciles, de una austeridad increíble, y aunque entender yo no entendía nada, todos hablaban de que el bloqueo estadounidense se acrecentaba cada vez más y que comenzaban a escasear algunos productos de primera necesidad.

El Pegaso iba atestado
Cuando cayó la tarde y el fuerte sol comenzó a ceder, mis tíos y primos pasaron por mí. Me despedí de mi madre y mis hermanos, y Pipo nos llevó en su camión hasta la parada de ómnibus, por aquel entonces en el centro del pueblo, en la esquina de las calles Cuba y Manuel Landa, frente al restaurante Las Delicias. Hicimos la cola de los sentados para la ruta 75, porque el viaje era largo y como éramos tres niños, era peligroso ir de pie. Aunque estaba acostumbrado a viajar frecuentemente en el camión de mi padre, para ir a visitar a nuestra familia en pueblos y barrios aledaños a Güira, aquel trayecto en la 'guagua' fue todo una novedad. Recuerdo que hice el viaje un poco mareado, porque aquel ómnibus Pegaso iba atestado, el calor era agobiante y el camino estaba lleno de curvas.

La ruta 75 nos llevó hasta Santiago de las Vegas, municipio a medio camino de La Habana, que años más tarde conocería como la palma de mi mano, porque allí se fue a vivir mi hermana mayor, Mary, cuando se casó con un santiaguero, Rubén. En Santiago volvimos a hacer otra cola, esta vez para la ruta 76. Por suerte, ésta tenía aún un servicio bastante rápido y eficiente, por lo que en 20 minutos seguimos viaje hacia La Habana. La Fuente Luminosa, frente a la Ciudad Deportiva fue nuestro siguiente destino. Allí tomamos la ruta 27 y en cinco minutos más estábamos 'desembarcando' en la calle 26, entre 17 y 19.
Parecíamos 'jaberos'Llegamos cargados de jabas, como la mayoría de los que viajaban desde Güira. Estaba de moda ir a los municipios de La Habana campo a conseguir alimentos. Los llamados 'jaberos' se dedicaban al trueque de ropa o alimentos en conserva por viandas y vegetales. Era común que jabones, desodorantes y prendas de vestir compradas en la ciudad, fueran intercambiados por plátanos, frijoles y verduras. No era nuestro caso, porque afortunadamente, conseguíamos algunos productos agrícolas cosechados por nuestros familiares que eran dueños de fincas.

La llegada a La Habana fue casi al anochecer. Recuerdo que nos quitamos el 'churre' de encima, comimos y caímos rendidos en la cama. Terminaba así un día largo, pero novedoso y me esperaba otro lleno de aventuras. Continuará...

Soy de donde crece la palma

El guajiro cumple 53 años

Guajiro se le llama al campesino cubano, unas veces en tono despectivo; otras no. Pero, en sentido general, es un término que también se adjudica con cariño y del cual muchos se sienten orgullosos, entre ellos yo.

"Soy guajiro y carretero/ Y en el campo vivo bien/ Porque el campo es el Edén/ Más lindo del mundo entero... Yo trabajo sin reposo/ Para poderme casar/ Y si lo llego a lograr/ Seré un guajiro dichoso".

Siempre escucho con suma nostalgia esta famosa guajira de Guillermo Portabales, 'El carretero', porque en ella se sintetizan las cualidades de ese hombre pegado a la tierra y a quien siempre admiré.


Aunque no provengo de una familia campesina, sí nací hace 53 años rodeado de fincas con la tierra más roja que "ojos humanos han visto". Crecí viendo la riqueza del campo cubano, al sur de la antigua provincia de La Habana (hoy provincia de Artemisa), en el municipio Güira de Melena, cuya población, allá por la década de los sesenta, era de unos 25 mil habitantes.

Muy cercanos a mí vivían varios tíos y tías por parte de padre, quienes sí poseían un pedazo de tierra que cultivaban con tremendas ganas, y le sacaban cosechas muy abundantes, de las cuales se beneficiaba nuestra familia.

En ese ambiente del campo, con palmas reales por doquier, comencé a experimentar la necesidad de comunicarme más allá de mi nativo barrio 'La Vigía', por esa época con calles de más tierra roja que piedra. Así que no desaproveché ninguna oportunidad para 'engancharme' a todo aquel integrante de la familia que fuese de paseo al centro del pueblo. Mis andanzas iban desde recorridos por casas de familiares hasta periódicas visitas al cementerio municipal para llevar flores a los difuntos, en aquellos años una tía paterna, un tío político y posteriormente mi abuelo por parte de padre.

El legado de una tía
Aquellas caminatas casi siempre las hacía con mi tía Urbisia, por aquel entonces ya viuda, quien vivía a no más de 100 metros de mi casa. Fue ella la primera en contarme historias familiares, en enseñarme lo que hay más allá de las vocales, del abecedario y de los números del 1 al 10. Con ella aprendí que la vida tiene rincones insospechables, todos los que uno quiera hurgar. Me enseñó además que el destino se lo forja uno mismo y que nada es imposible. Su legado llenaría mis sueños y anhelos unos años más tarde, cuando nos dejara para siempre.

A la edad de 6 años, disfrutaba enormemente de aquellos paseos, los cuales también realizaba con el pretexto de acompañar, en alguna que otra aventura, a mis primas Emilita o Conchita, o para ser el chaperón de Olga, la segunda de mis hermanas cuando noviaba con mi cuñado Juanito. Con el paso de los años, a estos recorridos se sumaría mi hermana María Isabel quien, como yo, le tenía un cariño especial a tía Urbisia. Tali, como le llamaba de pequeña a la cuarta de mis hermanas, estaba ligada a mis andanzas familiares y, al igual que yo, era muy observadora de la realidad circundante, convencida de que no había límite en el horizonte.

Pero mi inquietud por conocer qué había más allá del perímetro de mi barrio y de mi pueblo, aumentaba cada fin de semana cuando veía llegar de La Habana a mis primos María Elena y Roberto junto con mis tíos María y Plácido. Un domingo de 1967 fue tanta mi insistencia, que mis tíos habaneros 'cargaron' conmigo. Ya era hora de conocer La Habana ciudad. Continuará...

viernes, 15 de marzo de 2013

El adiós a un amigo de mi infancia

No puedo y no quiero ser uno de aquellos que permanecen inmóviles ante los golpes de la vida. Se ha ido uno de mis mejores amigos de la infancia: Carlitos. La noticia me llegó esta mañana desde Cuba, pero tarde, porque su fallecimiento ocurrió hace unas dos semanas. Me dice mi hermana que no se enteró de su muerte hasta ayer. Y que lo lamenta, porque hubiese querido darle el último adiós en mi nombre.
La celebración de uno de los cumpleaños de Carlitos. De izquierda a derecha: Mi hermana María Isabel, yo, Carlitos, Miguelito, María del Carmen y Gregorito.
Carlitos era afable, sencillo, juguetón y comilón. La obesidad que siempre lo acompañó fue la causante de las enfermedades que acabaron con su vida a los 50 años. Le sobreviven su esposa y sus dos hijas, de las que se sentía orgulloso y a las que amaba con todas sus fuerzas.
Hoy he ido a encontrar consuelo en la canción de Alberto Cortez ¡Cuando un amigo se va’, que dedicara a su padre, a quien veía como su mejor amigo:

Cuando un amigo se va
una estrella se ha perdido
la que ilumina el lugar
donde hay un niño dormido.

Allá por la década de los sesenta, su familia y la mía eran como una sola, en el barrio La Vigía, en Güira de Melena. Su mamá Adelaida (Ayita para los amigos), me adoraba. Era un ser extraordinario, con la capacidad de amar y recibir amor, y de mimarnos. Ella decía que yo era su hijo postizo. Y es que casi me adoptó. Cuentan que me vio llegar al mundo, y que antes de nacer Carlitos, ella me llevaba a su casa para que mi mamá atendiera a mis otros hermanos mayores e hiciera las tareas hogareñas.

Y de veras que Ayita era única, por su sencillez y su humildad, pero sobre todo por sus dotes de persona solidaria. A los 11 años dejamos el barrio, pero mantuvimos el contacto con todos ellos. Siempre que iba a Cuba de vacaciones pasaba a saludarla y conversar con Carlitos. Cuando su madre se nos fue hace unos diez años sentí pena de estar lejos y no darle un último adiós. Su muerte fue un duro golpe para él. Desde entonces la tristeza lo invadió hasta sus últimos días cuando varias dolencias acabaron con su vida.

Cuando un amigo se va
se queda un árbol caído
que ya no vuelve a brotar
porque el viento lo ha vencido.
 
¡En paz descanse!

martes, 1 de enero de 2013

Fin de Año a lo cubano


El cubano tiene, desde 1959, una manera muy especial de esperar el Año Nuevo. Coincidentemente, se le dice adiós al Año Viejo y se espera al ‘recién nacido’ con otra motivación adosada a los festejos, el aniversario del triunfo de la Revolución. 

Desde que tengo uso de razón, una cosa siempre ha estado ligada a la otra. Desde niño recuerdo ese día como una fiesta con ‘sabor’ a conquistas, mas que de alegría por el comienzo de un nuevo año. La historia quiso que el dictador Fulgencio Batista huyera aquella medianoche del 1 de enero de 1959 y, que en esa fecha, Fidel anunciara el triunfo de la lucha que venía encabezando desde hacía algún tiempo. Yo nací casi dos años después, a inicios de diciembre de 1960. Así que crecí junto con esa Revolución y sus sonados aniversarios.

Desde entonces la fiesta se divide en dos partes. Los que se quedan en casa para celebrar, que son la mayoría de los cubanos, suelen comer sobre las 8:00 de la noche. El menú es muy parecido al de la Nochebuena, sólo que en vez de arroz blanco, acompañado de frijoles negros, se hace el conocido “congrí”, llamado también ‘arroz moro’ o ‘moros y cristianos’. La carne de cerdo sigue siendo el plato principal, unas veces asada, y otras frita o hecha bistec, y se acompaña con yuca con mojo. Después, como a las 10:00 p.m. el ron y la cerveza empiezan a surtir el efecto deseado por los más tímidos. Todos terminan bailando casino, a ritmo de contagiosos sones y guarachas.

Cuando dan las 12
En mi pueblo, Güira de Melena, la costumbre era y sigue siendo ‘quemar’ el Año Viejo. Próximo al 31 de diciembre es común ver en los portales de las casas un ‘muñecón’ que los niños confeccionan con ropa ya en desuso y que rellenan con paja, aserrín o hierba seca. Como elementos folclóricos, casi siempre el susodicho ‘Año Viejo’ lleva un tabaco en la boca y luce un viejo sombrero de yarey.

A las 12 en punto, en la mayor parte de los hogares cubanos suena el Himno Nacional, ya sea a través de la radio o la televisión, que se encadenaban y siguen encadenándose para la ocasión con el acostumbrado comunicado del gobierno. En realidad, en cada casa ese momento se vive hoy día de una manera diferente. No hay por que encasillarse. La quema del ‘muñecón’ es, en el caso de los guireños, el momento cumbre de la fiesta. Se le dice adiós al año viejo y con un brindis se le da la bienvenida al año que comienza.

¿Navidad o fin de año?
Con el paso de los años, la mayor parte de los cubanos asumiría la fiesta de Año Nuevo en sustitución de la Navidad, que dejaría de celebrarse en 1969 no por razones antirreligiosas, sino por los ya conocidos argumentos de que la zafra azucarera necesitaba del esfuerzo de todo el pueblo, aunque muchos siguen pensando que fue una inciativa del gobierno cubano para responder las provocaciones de la Iglesia. Esa fecha intrínseca en la cultura cubana del 24 de diciembre sería sustituida, en parte, de forma pública con los festejos por el advenimiento de los sucesivos aniversarios de la Revolución.

La primera etapa de mi niñez no dejaría registrado ningún recuerdo de esas celebraciones. Mas a partir de los seis años, comenzaría a involucrarme en la fiesta revolucionaria al nivel de cuadra. Luego, con el paso del tiempo, y la llegada de la adolescencia y después de la juventud, serían otros mis intereses y la manera de celebrar el 1 de enero, ya más como Año Nuevo que como triunfo revolucionario, pues este argumento, por entonces sonaba algo repetitivo.

No se puede hacer leña del árbol caído porque a veces renace. Así pasó con la Navidad, que ‘regresó’ hace algunos años. Ahora las dos fechas comparten, oficialmente, el mismo espacio social, aunque todavía compiten por el rango de importancia pública. Pero para la mayoría de los cubanos, la situación económica de estos últimos años ha traído el dilema de celebrar en grande la Nochebuena o el Año Nuevo. Como dice mi cuñado Culey: “Uno se tapa hasta donde le llega la colcha”. Continuará...